EL CRISTIANISMO Y EL IMPERIO

 

No obstante la grave situación de Roma, en su seno anidaban fuerzas capaces de sobrevivir al colapso y, aún más, proyectarse como pilares fundamentales del mundo que surgiría de las ruinas de la Antigüedad. La lengua latina y la poderosa cultura que traía aparejada, el sentido jurídico de la existencia y el orden que descansa sobre él, son rasgos sobresalientes de la Civilización Grecorromana que encontraremos también en la época Medieval. Pero será en el plano espiritual donde se operarán transformaciones capaces de cambiar por completo el sentido de la existencia. 

 

            La religión romana, un culto “jurídico”, formalista y ritualista, confundido con la vida cívica, como que los sacerdotes son en verdad magistrados, no proporcionaba un referente espiritual adecuado en momentos de angustia y dolor como eran los del Imperio en su fase terminal. En la población romana existía una aspiración a una religión menos externa y más íntima, que fuese capaz no sólo de proporcionar un equilibrio en la vida presente, sino una promesa de salvación. Era un ambiente propicio para la proliferación de los cultos llamados soteriológicos (del gr. soter, salvador) o mistéricos, de los cuales el más representativo es el culto a Mithra, importado desde Persia por las legiones romanas, y que llegó a tener numerosos adeptos. A las crisis económica, social, política, administrativa, urbana, militar, hay que agregar, pues, una de tipo religioso. 

 

            Fue en esa atmósfera de inquietud espiritual que hizo su aparición el cristianismo que logrará imponerse sobre los cultos paganos gracias, por una parte, a su férrea organización, la Iglesia, a su sentido misional de carácter universal (católico), y, por otra, a una nueva moral inspirada en los Evangelios (la Buena Nueva), que recogen la vida y enseñanzas de Jesús, el Cristo, quien llama a los hombres a una conversión interior y verdadera que libere el alma del pecado y la conduzca a la Vida Eterna. Pedro, uno de los doce apóstoles y discípulo de Cristo, fue constituido por Él como piedra fundante de la comunidad que llamamos Iglesia (del gr. ecclesía) y que llegará a expandirse por todo el orbe romano gracias a la labor misional de los apóstoles y sus sucesores, quienes aprovecharon la unidad territorial y lingüística del Imperio. La comunidad de cristianos ordenaba su vida, como se aprecia en los Hechos de los Apóstoles, en torno al amor Dei (amor de Dios) y la caritas (caridad), el amor fraterno; en efecto, Cristo exige dos cosas de los hombres: amar a Dios por sobre todas las cosas y amar al prójimo como a sí mismo, aun a los enemigos; también la vida sacramental (la eucaristía, el bautismo, etc.) caracterizará a la Iglesia. Ésta se organizará, según el modelo romano, en Diócesis y Provincias, y el obispo (del gr. episcópos, vigilante), será la cabeza de cada una de ellas; naturalmente, los obispos de las ciudades más importantes del Imperio adquirieron preeminencia dentro de este cuadro organizativo. Así, al obispo de Roma, por tratarse del sucesor de Pedro y por ser Roma la capital del Imperio, le será reconocida, paulatinamente, la supremacía y preeminencia -es decir, el primado- sobre todo el mundo cristiano.

  

            El cristianismo es una religión histórica, no sólo porque nace en una época y un tiempo determinados y conocidos, sino también porque asume una postura histórica; la Iglesia existe en la Historia, pero participa de una Historia Sagrada, puesto que es una fundación divina, lo que la hace una institución trascendente que no se agota en la Historia. Es decir, el cristianismo nace y se expande dentro del Imperio, asumiendo esa realidad temporal, al mismo tiempo que la trasciende. La mirada del cristiano está puesta en un “allá-después”, en la Promesa del Redentor, pero sabe que es en el “aquí-ahora” donde y cuando debe ganar la Jerusalén Celeste; es superación, y no negación, de la existencia histórica, con todas sus penurias y gozos, lo que se anhela.

  

            Las relaciones entre el Imperio y la Iglesia atravesarán por diversas etapas: primero, en el período más temprano, una indiferencia de aquél y una comprensión de la segunda del rol histórico del Imperio, en el marco de un Plan Providencial, lo que se refleja en la temprana aparición, a fines del s. I d.C., en la liturgia, de la oración por los gobernantes para que Dios los ilumine en su tarea. En segundo lugar, la etapa llamada de las persecuciones, cuando los cristianos se niegan a adorar imágenes del emperador, por considerarlo un acto de idolatría. La autoridad imperial respondió duramente frente a lo que juzgó un crimen de lesa majestad, un acto de rebeldía contra Roma y sus prácticas. Siendo, pues, perseguida la Iglesia, sus miembros se reunían secretamente en lugares ocultos, corriendo siempre el peligro de ser vistos y denunciados. Fueron tiempos aciagos, turbulentos y cruentos, pero también heroicos; muchos cristianos llevaron su fe hasta las últimas consecuencias, prefiriendo entregar su cuerpo a los verdugos antes que su alma. Quienes de esta manera obraron son los llamados mártires, puesto que dieron testimonio de su fe. Al martirio estaban llamados todos los cristianos, y encontramos en las Actas de los Mártires a hombres comunes y corrientes, mujeres, niños y ancianos; es un nuevo tipo heroico -que calará profundo en el Mundo Medieval- en el cual tiene cabida la santidad, la lucha interna y personal contra la tentación y la debilidad, frente al antiguo heroísmo de las grandes gestas protagonizadas por grandes y sobresalientes hombres. Este triste episodio de las persecuciones llegará a su fin -salvo contadas excepciones- en el año 313 con la promulgación del Edicto de Milán por el emperador Constantino el Grande (306-337). No podemos detenernos aquí en la debatida cuestión de la conversión de Constantino; bástenos con señalar que, aunque pudieron tener peso en un primer momento cuestiones de tipo político o la pura superstición, no cabe duda que su conversión, a la larga, fue sincera. No fue esta la única reforma de Constantino, pero sí la más relevante y de mayor alcance, ya que implicó un giro histórico de alcance universal. Su obra sería completada por Teodosio el Grande (379-395), bajo cuyo gobierno -entre el 380 y el 391 se publicaron más de 25 edictos contra el paganismo- el cristianismo fue declarado religión oficial del Imperio Romano: la jurisdicción imperial coincidía con la eclesiástica, el ideal de la Pax Romana se confundía ahora con el de la Pax Christiana, la concepción del Fatum Romanum cedía ante la Providentia divina. Tanto los reinos como los imperios medievales heredarán esta concepción de una verdadera “teología política” o “teopolítica”, sustentada en la estrecha colaboración entre el poder civil y la autoridad eclesiástica para lograr no sólo la felicidad terrena de los hombres sino, sobre todo, su Salvación.

  

            De las otras innovaciones llevadas a cabo por  Constantino, hay que recordar, por una parte, la reforma monetaria con la creación del solidus, moneda de oro de 4,55 grs. y que dará un pequeño respiro a la alicaída economía imperial. Pero será en la parte oriental del Imperio donde esta reforma tendrá una más amplia repercusión: durante más de ocho siglos, hasta fines del siglo XI -hecho inédito en la historia-, esta moneda mantendrá su valor como instrumento de cambio, llegando a ser llamada por historiadores contemporáneos, el “dólar bizantino”. Y esto nos lleva a la otra medida exitosa tomada por el citado emperador, la creación de la Nueva Roma, llamada Constantinopla en honor a su fundador, establecida en el sitio que ocupaba la antigua Bizancio, y llamada a ser capital de uno de los imperios más originales de la historia, el Imperio Bizantino, y cuya vida se prolongó por 1123 años, desde el 330 hasta 1453. Es interesante hacer notar que, justo en el momento en que la Iglesia Católica es reconocida y, por tanto, adquiere importancia la ciudad de Roma como sede del Sumo Pontífice, Constantino toma la decisión de trasladarse a una nueva capital del Imperio, Constantinopla, lo que constituye la promoción política, militar y económica del Oriente; no obstante, la Iglesia de Roma se verá a la larga beneficiada al estar lejos de un poder que habría podido intentar controlarla y someterla -como a veces sucedió en el Imperio Bizantino-, esto es, Occidente ganaba en libertad frente al Oriente, que mantendría una rígida organización heredada de la institucionalidad del Bajo Imperio. En este caso, estamos frente a la promoción sacral de Roma. Se ha dicho muchas veces que el emperador quiso fundar una nueva capital enteramente cristiana desde sus cimientos, cuestión dudosa, al menos dadas las evidencias históricas, especialmente arqueológicas (existencia de templos paganos en época temprana); es más real ver en tal decisión el ponderado análisis del político que comprendió la ubicación privilegiada de Bizancio, a medio camino entre Oriente y Occidente y controlando también las rutas entre el Mediterráneo Oriental, el Mar Negro y la estepa rusa, como también su fácil defensa frente a las acometidas bárbaras, al mismo tiempo que la sólida situación política, social, económica y militar de la Pars Orientalis del Imperio Romano.