LA CRISIS DEL IMPERIO ROMANO

 

 

Entre los siglos III y V, el Imperio Romano, que había llevado sus conquistas desde las Columnas de Hércules hasta los ríos Tigris y Eufrates y, en sentido norte-sur, desde los ríos Rhin y Danubio hasta el norte de África, convirtiendo al Mar Mediterráneo en un “lago romano”, entró en un período de agudas crisis que, finalmente, llevaron a su decadencia y caída. Conviene que nos detengamos un momento en el tema de la crisis del Mundo Antiguo, puesto que es una crisis originante, de manera que el fin es, al mismo tiempo, un comienzo, gracias a la lucidez de los protagonistas de aquella época, que supieron rescatar lo mejor del mundo que terminaba para fundar otro. Como sabemos, las crisis en sí no son negativas, si se encuentran las respuestas históricas apropiadas; no obstante, cuando ello no ocurre, se acumula una crisis detrás de otra, agravando cada vez más la situación, llevando finalmente al colapso. Eso fue lo que, de una u otra manera, aconteció con el Imperio Romano. 

 

            La crisis de Roma puede ser catalogada como una crisis total, por cuanto abarcó prácticamente todos los niveles de existencia histórica. El fin del expansionismo romano, por ejemplo, afectará a distintos ámbitos del Imperio; de algún modo, significaba pasar del plano del ideal -la conquista del mundo, dada la vocación universal de Roma-, al de la realidad -no es posible continuar expandiéndose más allá de las fronteras, estabilizadas desde el s. III- y al de la ficción -esto es, se sigue actuando como si el ideal ecuménico continuase vigente-. Sin conquistas, ya no habrá botín, y, en consecuencia, faltará una importante fuente de recursos para el estado así como un incentivo para el ejército. Éste, por su parte, no contaba con el número suficiente de efectivos para defender las extensas fronteras, lo que obligó a contratar bárbaros, especialmente germanos, tantos que, para el siglo IV, miles (soldado) era sinónimo de bárbaro. Además, el ejército no estaba en buenas condiciones para hacer frente a las acometidas -cada vez más numerosas- de los bárbaros en las fronteras: a la indisciplina y falta de recursos y entrenamiento, hay que agregar el hecho de que no se hicieron las innovaciones técnicas adecuadas para enfrentar a los enemigos externos del Imperio. Contrasta este hieratismo romano con el caso del Imperio Chino en el siglo II a.C., cuando, enfrentado a la amenaza de los Hiung-nu (antepasados de los hunos), caballeros armados, se cambió la táctica de guerra adoptando el sistema de caballería y repeliendo así en forma exitosa a las hordas bárbaras. Roma, no obstante, siguió confiando en la legión que había hecho grande al Imperio. Un ejército gravoso y poco efectivo implicará que el imperio no es capaz de garantizar la paz dentro de sus fronteras, lo que genera una inseguridad generalizada; algunos hombres poderosos contratarán, en consecuencia, mercenarios a su servicio, los buccellarii, situación anómala y que combatirá el Imperio -puesto que no se puede aceptar la existencia de ejércitos privados dentro del estado-, aunque finalmente sin éxito. 

 

            Esto último, la crisis y decaimiento del espíritu militar, estará, pues, en directa relación con el debilitamiento del espíritu cívico, público, que lleva a que la ciudadanía ya no considere los cargos públicos como un honor sino como una pesada carga. Un ejemplo es el de los curiales, funcionarios encargados de recaudar los impuestos; una ley del año 396 prohibía a los curiales abandonar sus puestos, por mostrarse impíos hacia la patria. Para evitar que los funcionarios o los soldados dejasen sus puestos, el Imperio aplicó un sistema de fijación social: las personas debían permanecer en sus ocupaciones y en sus lugares de nacimiento de por vida, lo mismo que sus hijos. Ello implicaba, no obstante, una pérdida de libertad del hombre, no ya un ciudadano, sino un súbdito de la Majestad Imperial. Ésta, influida por las formas políticas orientales, especialmente de Persia, había entrado en un proceso de absolutización y sacralización del poder, proceso que alcanzará una acabada expresión con Diocleciano (284-305), emperador que aplicó una serie de reformas que vinieron a dar un respiro a la agotada maquinaria imperial; sin embargo, se trataba de medidas de alcance solamente temporal, que no servirán para salvar Roma, aunque algunas de las reformas tendrán una amplia repercusión en tiempos posteriores. Es, pues, con este emperador, que el Imperio se convierte en una suerte de Monarquía Absoluta, en la cual el emperador es un dios, cuya palabra tiene fuerza de ley, ante el cual hay que hacer una profunda reverencia hasta caer postrado, llamada proskynesis; el culto imperial se transforma en religión oficial del estado; es la época del Dominado, porque el emperador es el “señor” (dominus). Entre otras medidas tomadas por Diocleciano podemos nombrar la reforma monetaria, orientada a detener el proceso inflacionario, la heredabilidad obligatoria de los oficios, el famoso Edicto de Precios Máximos para combatir la carestía y la inflación, la descentralización de la administración con el sistema de la Tetrarquía.

  

            Roma tenía una economía de gasto, de conquista, y, a medida que avanzamos en el tiempo, el gasto va en aumento, de tal manera que llega un momento en que las necesidades exceden la capacidad de producción, y la insatisfacción de las primeras acarrea a la larga frustración y pesimismo en la sociedad. El Imperio no tenía un sistema productivo eficiente, no poseía industria ni capacidad de inversión; la única salida para aumentar los ingresos del estado era elevar los impuestos, cuya base será la tierra; ya que no se podía confiar en una moneda progresivamente devaluada, se cobrará el tributo en especie (que implicaba normalmente la pérdida de dos tercios de la recaudación), lo que es en la práctica una economía natural, frente a la economía monetaria que había sido la nota característica de Roma. El aumento del impuesto y el consiguiente agobio tributario se tradujo rápidamente en elevados índices de evasión y corrupción; en un intento por detener este fenómeno, la burocracia imperial se transforma en un sistema de fiscalización y el Imperio en un verdadero “estado policíaco”, utilizando una terminología moderna. 

 

            Característico de esta época es, pues, el desequilibrio, entre la resistencia del limes (frontera) y la presión de los bárbaros, entre el costo de la guerra y los recursos del Imperio, entre producción y consumo, entre la atracción de la ciudad y la del ámbito rural, entre la autoridad senatorial y la imperial, etc. 

 

            Además, se irá acentuando cada vez más la diferencia entre la Parte Occidental y la Oriental del Imperio, ya dividido desde el año 395, a la muerte del emperador Teodosio el Grande (379-395). El Occidente, eminentemente latino, empobrecido, ruralizado, contrasta con el Oriente, esencialmente helénico, rico, con una economía monetaria sólida, de carácter urbano y mejor defendido. A la larga, será precisamente el Imperio Romano de Oriente el que logrará sobreponerse a las adversidades, prolongando la historia de Roma por todo un milenio: es lo que conocemos como Imperio Bizantino o Imperio Griego Medieval, que sólo caerá en manos de los turcos en 1453. Occidente, agobiado por los problemas, morirá en 476 de enfermedad interna -algunos de cuyos síntomas hemos explicado brevemente-; las invasiones bárbaras jugaron un rol importante en el proceso, es cierto, pero no lo explican por completo. En rigor, lo que sucedió ese año fue que el Imperio Romano perdió sus provincias occidentales