El Rol Histórico de los Pueblos Estepáricos

 

             San Ambrosio (c.340-397), obispo de Milán, escribía a fines del s. IV: “Los hunos se han precipitado sobre los alanos, los alanos sobre los godos, los godos sobre los taifas y sármatas; los godos, arrojados de su patria, nos han rechazado a su vez en Iliria, ¡y ésto no ha terminado todavía!” Palabras llenas de clarividencia; en efecto, el movimiento de los pueblos bárbaros fue una verdadera “reacción en cadena” cuyo origen último se encuentra en el fondo de la estepa euroasiática, verdadero corredor cultural que comunica Europa y Asia, Occidente y Oriente, y por el cual transitarán diversos pueblos dejando su impronta, más o menos duradera, al relacionarse, desde su mundo nomádico, con las civilizaciones sedentarias (Europa, Bizancio, Persia, India, China), llevando y trayendo influencias de uno a otro extremo del mundo. También acierta San Ambrosio cuando señala que tal fenómeno no ha cesado: a los hunos (que relevan a escitas y sármatas), seguirán los ávaros en el siglo VI, serbios, croatas y búlgaros en el siguiente, los húngaros en el s. IX, y podemos continuar esta enumeración con los kházaros, petchenegos, cumanos, mongoles, etc., hasta fines de la Edad media con los turcos selyuquíes, primero, y otomanos después. Estamos frente a un fenómeno de larga duración que abarca, pues, más de un milenio.

Entre los 30º y 40º de latitud norte se extiende un vasto espacio geográfico a lo largo de varios miles de kilómetros: la estepa euroasiática, que comunica Europa con el Lejano Oriente, constituyéndose en un verdadero “corredor cultural”. Se trata de un territorio vasto y variado, donde se encuentran valles extensos atravesados por grandes ríos que desembocan en mares interiores (Mar Negro, Mar Caspio, Mar de Aral, Lago Balkash, Lago Baikal), dando origen a valles fluviales transversales. Se hallan allí también zonas desérticas, como el gran desierto de Gobi, entre Mongolia y China, así como altas montañas (piénsese en el Altai, con alturas que se empinan sobre los cuatro mil metros). Las fronteras naturales de la estepa euroasiática son los Urales, por el oeste; el Mar Negro, Mar Caspio, los Himalayas, la Cuenca del Tamir y el desierto de Gobi, por el sur; por el norte el límite lo establece la Siberia y, en el este, China y el Océano Pacífico. La estepa está en contacto, así, con las cuatro grandes civilizaciones de la Antigüedad y la Edad Media: Roma-Bizancio, Persia, India y China, sobre las cuales ―dependiendo de las condiciones climáticas, demográficas o políticas al interior de la estepa― a menudo se “desbordan”. Entre esas civilizaciones sedentarias y el mundo de los jinetes de la estepa, se establecen relaciones que llevan a intensos intercambios, no sólo de carácter político o económico, sino también de bienes culturales que circulan de un extremo a otro del mundo euroasiático.

Frente a esas grandes civilizaciones sedentarias ―donde la gente vive en “casas con puertas”, según expresa una fuente del siglo XIII―, los habitantes de las estepas ―”los que viven en tiendas”, según el mismo documento― se destacan por su inveterado nomadismo, además de la transhumancia estacional en busca de vegetación propicia para apacentar el ganado (ovejas, cabras, yaks, pero principalmente caballos), base de una economía sólo de subsistencia. Los estepáricos se caracterizan por ser diestros jinetes y manifiestan una fuerte vocación imperial; como hacen notar varios autores antiguos, como Herodoto, y tardoantiguos como Ammiano Marcelino a fines del siglo IV o Jordanes a mediados del sexto, casi toda su vida la hacen sobre el caballo, ya no solamente un animal de tiro para la agricultura, sino cabalgadura desde la cual imponen su señorío.

En su táctica bélica destaca una poderosa caballería que, gracias a la incorporación del estribo, permite al jinete no sólo sujetarse firmemente a su cabalgadura, sino también maniobrar libremente en el combate. Esta potente y eficaz caballería causó gran estupor en los pueblos sedentarios, como revelan testimonios que abarcan prácticamente un milenio, desde la época de Atila (441-453) hasta la de Gengis Khan (1205-1227).

Su vigoroso sentido imperial está relacionado con la tendencia a unirse en confederaciones pluriétnicas que manifiestan un fuerte caudillismo. Si bien llegan a formarse grandes imperios en la estepa, se trata de formaciones poco duraderas, que normalmente no se proyectan más allá de la muerte del caudillo o de sus sucesores directos. Es frecuente que, a la muerte del líder carismático la confederación se divida (cuestión que no descarta una posible reunificación posterior) y se entra en un clima de inestabilidad; los choques entre distintos pueblos al interior de la estepa pueden generar una reacción en cadena que alcanza a las civilizaciones sedentarias provocando invasiones de pueblos, como sucedió con los hunos y germanos en los siglos IV y V, y con ávaros y eslavos en la centuria siguiente.

             El testimonio tanto de autores occidentales como orientales da cuenta del impacto, un verdadero “shock”, que provocó la irrupción de estos pueblos en las civilizaciones sedentarias. Paradigmático resulta el caso de los hunos de Atila, tristemente célebres en la historia, que los recuerda como bestias sanguinarias sin moral ni ética algunas; no obstante, también poseemos testimonios que llevan en dirección contraria, como el caso de los escritos de Prisco, enviado por el gobierno de Constantinopla a la corte de Atila hacia el 448, quien señala que existía allí todo un protocolo, que Atila era un caudillo sencillo, para nada ostentoso, y tan querido por su pueblo que su nombre significa “padrecito”. Y todavía más: entre los hunos se encuentran romanos que han preferido vivir entre bárbaros, porque, como dijera Salviano de Marsella, es mejor “vivir libres bajo apariencias de servidumbre, a ser siervos bajo apariencias de libertad”. Es preciso, pues, aproximarse, aunque sea someramente, a estos pueblos y sus costumbres.

             Se trata de pueblos nómadas guerreros y con una fuerte vocación imperial. En su táctica bélica destaca la caballería pesada, incorporando el uso de la armadura para caballo y jinete; esto fue posible gracias al uso del estribo, que permite al jinete no sólo sujetarse firmemente a su cabalgadura, sino también maniobrar libremente en el combate. La poderosa caballería esteparia causó gran estupor entre los pueblos sedentarios, como es el caso de China y Roma, con la diferencia que la primera cambió su estrategia defensiva adoptando el modelo bárbaro, mientras que la segunda no fue capaz de hacer algo similar. La dicha vocación imperial implica que cada cierto tiempo se formen grandes confederaciones de tribus al mando de un líder (khan) carismático -v.gr. Atila (445-453), Gengis Khan (1196-1227), Tamerlán (1360-1405)-, cuya expansión pone en movimiento a los pueblos vecinos, generándose esa verdadera “reacción en cadena” a la que ya hicimos referencia.

             Fue, grosso modo, de esa manera que los pueblos germánicos, especialmente los que estaban más al oriente (visigodos y ostrogodos), entraron en relación con las hordas esteparias, recibiendo un significativo aporte, directamente de estos pueblos o, a través de ellos, de Persia o de China. No nos podríamos explicar el surgimiento de la caballería pesada en Occidente en el siglo VIII, si no consideramos estas influencias (es preciso destacar que el testimonio más antiguo del uso del estribo en Occidente, data del siglo VI, cuando los ávaros se instalan en la Panonia). Un símbolo político tan importante como lo es la corona, tan típicamente “medieval”, recibió en su largo proceso de elaboración, influencias persas o, aun, chinas, como se desprende del estudio de los pendientes de las coronas. El arte propio de las estepas, con su tendencia a la abstracción y la estilización de formas animalísticas, también tuvo acogida entre los germanos, toda vez que en algunos aspectos coincidían con sus propias concepciones estéticas (y recordemos que el arte romano plebeyo avanzaba en parecida dirección). Las construcciones civiles y religiosas, especialmente las iglesias, se cubrieron interiormente de mosaicos o frescos que, al modo de los tapices bordados de las tiendas, creaban un espacio interior hóspito frente al mundo hostil del exterior, aunque abordando el problema desde una óptica espiritual: cada iglesia así ornamentada se constituye en un verdadero microcosmos que prefigura la Jerusalén Celeste.