Barbarie Externa.

El Mundo Germánico.

 

             El mundo de las gentes externae (bárbaros) había entrado en relación con el Imperio Romano desde épocas muy tempranas. Por causas que desconocemos –tal vez sobrepoblación, cambios climáticos, deseo de aventuras, el peso de arcaicas tradiciones como el ver sacrum- los pueblos germanos iniciaron una lenta migración desde el norte de Europa –especialmente de Escandinavia, llamada en el s. VI “matriz de pueblos” (vagina nationum) por el historiador godo Jordanes- hacia regiones colindantes con el Imperio. Estamos hablando de un proceso que duró varios siglos; iniciándose alrededor de los siglos I y II, culminará recién entre los siglos IV y VI. Es por ello que es preferible hablar de una “migración de pueblos” (Völkerwanderung) que de “invasiones”, pues tal denominación se ajusta sólo a períodos bien delimitados. 

            Los germanos –indoeuropeos como los latinos-, que hoy vemos como una gran comunidad lingüística y étnica, estaban formados en realidad por una gran cantidad de pueblos, y nunca se reconocieron como una unidad o llegaron a formar una surte de confederación. Anglos, jutos y sajones en la actual Dinamarca, visigodos y ostrogodos, al norte del río Danubio, suevos y vándalos, al este del Rhin superior, o francos al oriente del Rhin inferior, comparten rasgos esenciales, pero también poseían peculiaridades que, de una u otra manera, marcarán su vida histórica cuando se funden los primeros reinos romano-germánicos. La mejor fuente que poseemos para conocer a los germanos en su estadio primitivo es la Germania, pequeño opúsculo escrito por Tácito hacia el año 98 d.C. Nos habla este autor de pueblos de vida agrícola y pastoril, con una economía natural, de vida seminomádica y de un carácter fundamentalmente guerrero, como que toda su organización se basa en la actividad bélica. Tácito describe una institución, notable por sus repercusiones históricas, propia de los germanos, y que llama comitatus, que podemos traducir como “comitiva”, entendida como el grupo de hombres que “acompañan”. Dice el autor latino que, cuando los jóvenes de una tribu han alcanzado la pubertad, se les hace entrega de las armas, después de los cual cada uno elige libremente a un caudillo o príncipe renombrado (por sus méritos o su estirpe), para militar junto a él jurándole fidelidad y lealtad. El valor en el combate distinguirá a los guerreros: los más destacados estarán más cerca del jefe, lo que implicaba una gran emulación entre los miembros de la banda guerrera. Estamos, así, frente a una organización de ejércitos privados donde la fidelidad, el honor, la valentía, son valores esenciales; una sociedad “heroica”. Andando el tiempo, y con diversas transformaciones e influencias, veremos en el caudillo o príncipe al señor feudal, al vasallo en sus guerreros, y el juramento de fidelidad tomará forma del homenaje feudal. 

            También nos dice Tácito que los germanos componían cánticos a modo de memorias y anales, en los cuales se ensalzaban las gestas de los héroes míticos e históricos del pueblo, como nos relata también Jordanes. Dicho de otra manera, los germanos tenían una poesía épica; no conocemos sin embargo sus cantos primitivos, pero gracias a testimonios posteriores –San Isidoro de Sevilla en el s. VII o Eginhardo en el IX, por ejemplo-, sabemos que durante la Edad Media se siguió cultivando esta tradición poética, hasta llegar a su culminación en los siglos XII y XIII con el Poema de Mío Cid y la Chanson de Roland. No se puede negar la influencia que tuvo la épica clásica antigua y el espíritu cristiano que le fue incorporado, pero tampoco se puede hacer caso omiso de las profundas raíces germánicas de la épica medieval. En cuanto al Derecho, digamos finalmente que éste era de carácter privado y fundado en la costumbre. 

            Los germanos, pues, eran unos rudos guerreros, pero no carentes de una cultura propia y peculiar, la que, como hemos visto, se constituirá en un aporte de gran trascendencia en la formación del Occidente Cristiano. Fue con esos “bárbaros” –y no debemos emplear entonces este término en un tono demasiado despectivo- que el Imperio Romano tuvo que combatir, comerciar y, finalmente, convivir.

 

De los contactos pacíficos a las invasiones 

 

  Comercio, pequeñas escaramuzas militares, incorporación de bárbaros al ejército romano, intercambio de embajadas, marcan los primeros contactos entre Roma y el barbaricum, muy esporádicos al comienzo, pero cada vez más frecuentes desde fines del s. III y comienzos del siguiente. 

            De entre las numerosas embajadas, vale la pena destacar una enviada desde Constantinopla, por el emperador Constancio (337-361), el año 341, y dirigida al pueblo de los godos instalado en el norte del Mar Negro desde hacía más de un siglo. Formaba parte de la legación el obispo Wulfilas (311-382), de origen germano, el “apóstol de los godos”, quien predicó el cristianismo –en su versión arriana, herejía que niega la divinidad de Cristo- entre los godos de Crimea entre los años 341 y 348. Se preocupó Wulfilas de traducir las Escrituras al gótico para poder llevar a los germanos la Palabra, inventando para tal efecto un alfabeto apropiado; la llamada Biblia de Wulfilas –una copia tardía en realidad- o Codex Argenteus, porque está escrito con tinta de plata, es el primer testimonio escrito de la antigua lengua germánica. Si bien la obra de Wulfilas, la evangelización de los godos, no prosperó en lo inmediato, sí lo hizo en el largo plazo, ya que a la larga los godos se convirtieron al arrianismo, un arrianismo militante, de carácter “nacional”, para marcar una diferencia frente al catolicismo romano-latino, hecho que afectó el proceso de integración romano germánico. 

            Otra dimensión de los contactos entre ambos mundos lo constituye el ingreso pacífico de los bárbaros al territorio imperial, como soldados como ya lo hicimos notar, o como oficiales de alto rango -el caso de Merobaudo, un franco que llegó a ser general de Valentiniano I (364-375)-, algunos de los cuales llegaron a ser altos funcionarios -el vándalo Estilicón (360-408), por ejemplo, que llegó a ser el más alto funcionario de la corte imperial de Honorio (395-423)- o, incluso, llegaron a formar parte de la familia imperial –Eudoxia, esposa de Arcadio (395-408) era hija del franco Bauto-. 

            Por último, en los siglos IV y V, lo que constituye propiamente el período de las invasiones, el ingreso violento de los germanos al Imperio y, con él, a la Historia, y sentido tan dramáticamente por los contemporáneos. Algunas fechas dan cuenta de la rapidez con que se sucedieron los acontecimientos: en el año 376 los hunos –procedentes de las estepas euroasiáticas- golpean duramente a los godos de Crimea y, mientras los ostrogodos sucumben ante tal embate, los visigodos, con la venia imperial, ingresan colectivamente al Imperio en un número estimado de unas cuarenta mil almas; dos años después, las tropas romanas son derrotadas por los visigodos en Adrianópolis, pereciendo el emperador Valente (375-378); el año 410 Roma, la Ciudad Eterna, es tomada y saqueada durante tres días, después de lo cual los visigodos devastan Italia hasta quedar instalados finalmente en Aquitania, origen del Reino Visigodo de Tolosa (418-507). En otro flanco, el año 406, suevos, vándalos y alanos (germanos los primeros, estepario el tercero), atraviesan el limes del Rhin superior e invaden el sur de las Galias; en el año 409 pasan a la península ibérica, instalándose los suevos en la actual Galicia, donde se constituirá un reino que verá su fin el año 585 y del cual se sabe muy poco, mientras que los vándalos y alanos se reparten el resto de Hispania. El año 429 los vándalos de Genserico (428-477) cruzan el estrecho de Gibraltar y, ya en África, fundan un poderoso reino en la región de la antigua Cartago, el cual, después de poner en graves aprietos al Imperio (el año 455 Roma sufre un segundo saqueo), es aniquilado por las tropas de Justiniano el Grande el año 534. Entretanto, en la región del Ródano, se instalan los burgundas, formando un pequeño reino que, tras un breve período de esplendor a fines del siglo V y comienzos del VI, es anexado por los francos. Los ostrogodos, por su parte, después de la muerte de Atila acaecida en 453 y la disolución del poderío de los hunos, dejan la Panonia para, tras algunas correrías por el norte balcánico, quedar instalados en el Norte de Italia, constituyendo un poderoso reino bajo el largo y proficuo gobierno de Teodorico el Grande (473-526), época durante la cual Ravenna, la capital del reino, se transformó en un verdadero centro cultural, destacándose no sólo importantes construcciones sino, sobre todo, un verdadero florecimiento cultural personificado en Casiodoro († 583), por una parte, que fundó en el monasterio de Vivarium un centro de estudios de la cultura antigua, literalmente un “vivero” de la cultura, y, por otra, en Boecio († 524), filósofo y matemático imbuido de la cultura helénica. En el noroeste del Imperio, mientras tanto, avanzan lentamente los francos que, bajo el mando de Clodoveo (482-511), forman un reino que será el núcleo de la futura Francia.

            El Imperio Romano poco o nada pudo hacer frente al incontenible avance de los bárbaros; finalmente, uno de ellos, Odoacro, despojará en el año 476 a Rómulo Augústulo de sus insignias imperiales enviándoselas a Zenón (474-491), emperador en Constantinopla. En Occidente, el Imperio Romano ha dejado de existir. 

            Las obras de Paulo Orosio, Salviano de Marsella, Hidacio o San Agustín, entre otros, nos hablan del pesimismo, el dolor y la angustia que se apoderó de la sociedad romana, al mismo tiempo que son capaces de vislumbrar una luz, una esperanza, que sólo se puede explicar providencialmente: estos bárbaros no carecen de valores ni cultura, y son además cristianos –arrianos herejes, pero cristianos al fin-; es, pues, posible construir con ellos un nuevo mundo. Si los romanos veían en los bárbaros la ruina del Imperio dentro de una concepción cíclica del tiempo, los cristianos incorporan una dimensión histórica, lineal, donde existe un futuro por edificar. San Agustín (354-430), la mente más preclara de la época, advierte que la caída de Roma no es más que el fin de una forma histórica, no necesariamente el fin del mundo, y que, en definitiva, el desenlace de los acontecimientos que se viven sólo Dios lo conoce. Frente al misterio y a la incertidumbre está la esperanza y la posibilidad de proyectarse al futuro sin el pesimismo fatalista de los paganos. Es éste uno de los grandes aportes del cristianismo: la visión optimista y positiva del decurso histórico en el marco de un Plan Providencial. La Iglesia Católica será, consecuentemente, la única institución universal que se proyectará históricamente tras el colapso de Roma, y sus hombres más connotados, los obispos –especialmente el de Roma-, los únicos garantes de un orden futuro.