Homenaje a

 

Giuseppina Grammatico y

 

Héctor Herrera Cajas

 

 

 

Encuentro “Orbis Terrarum. Los estudiantes y la historia”.

22 de Abril de 2010

 

 

 

 

Cuando decidimos incorporar este momento de homenaje en la presentación de hoy, yo fui seguramente el más entusiasta. Y cuando decidimos que sería yo quien lo preparara, me sentí feliz, orgulloso, entusiasmado. Me parecía estar haciendo una obra de justicia al dedicar algunas palabras a reconocer y rendir los merecidos honores a los grandes académicos que nos precedieron, de los que somos ciertamente deudores. Pero conforme pasaban los días y este momento se acercaba, y cada vez más hasta este preciso instante, empecé a darme cuenta de cuán grande era la misión que me había sido encomendada, cuánto más grande que mi fuerza, que mi capacidad. Cuán difícil es hacer justicia con las palabras a algo tan grande y misterioso como la vida de una persona: ¡cuánto más difícil cuando esa persona es tan grande como Giuseppina Grammatico, cuando es tan grande como Héctor Herrera! Pero es verdad. Este vértigo es el sentimiento justo para acometer este trabajo. Así que con vértigo y todo, aquí estoy.

 

Nosotros sin embargo – nosotros los ocho editores, nosotros los estudiantes de historia, nosotros la mayoría de los que estamos aquí – no conocimos a ninguno de estos dos maestros. Yo pertenezco a la generación que leyó a Héctor Herrera preparado los controles del curso de Historia Medieval; a la generación que conoció – tarde y mal – a Giuseppina Grammatico por la entrevista que Cristián Warnken le hizo poco antes de su muerte. Hasta cierto punto, no nos resultan más cercanos que los grandes historiadores del pasado, a los que dificultosamente podemos imaginar como personas de carne y hueso. Pero los hemos conocido a través de la fe, de la fe humana, de palabra de los que los conocieron, convivieron con ellos, aprendieron de ellos y los llevan con afecto en la memoria. Así, el retrato que tengo yo en mente de estos dos maestros es “mediato”, indirecto… Pero debo decir que extraordinariamente vívido.

 

Sin embargo, por si alguno de los presentes no sabe de quienes hablo, haré una brevísima reseña de sus vidas y sus muchos méritos.

 

Empezaré por la que conozco menos. Giuseppina Grammatico nació el 7 de Abril de 1930 en Castelvetrano, Italia. En la tierra siciliana, en la antigua Magna Grecia, entre el mundo helénico y el latino, creció esta mujer que – hija de una profesora de latín – a temprana edad se enamoró de los clásicos, y dedicó su vida al estudio de la lengua y las letras del mundo antiguo. En 1953, al a joven edad de veintitrés años, se doctoró en Lenguas Clásicas en la Universidad de Palermo, y poco después – recién casada – siguió a su esposo hasta nuestro país. Aquí, muchos años después, completó sus estudios con un magíster en filosofía clásica otorgado por la UCV. Aunque hizo clases en esta universidad, se estableció “definitivamente” – si algo así puede decirse de esta mujer inquieta y afanosa – en la UMCE, donde, junto a Héctor Herrera Cajas, fundó el Centro de Estudios Clásicos (una obra pequeña y a la vez titánica, que ella cuidó amorosamente, dedicándole energía, inteligencia y pasión). Desde ese baluarte, Giuseppina Grammatico fundó y dirigió la Sociedad Chilena de Estudios Clásicos, y participó en numerosas revistas especializadas en el tema (tanto en Chile como en el exterior), entre ellas “Limes” e “Iter” (ambas de la UMCE). Sus muchos méritos le valieron reconocimientos diversos: la condecoración Fides et Labor en UCV en 2000, el premio a la trayectoria de la fundación Mustakis en 2002, el premio a la trayectoria de la Unión Latina en 2006; por último, la Semana de Estudios Romanos de 2008 le rindió su homenaje.

 

Una querida amiga mía que estudia en la UMCE la vio en sus últimos días de vida, sin saber de quién se trataba. La describió como una mujer anciana, llena de energía y de dulzura. Me dijo que conversó con ella generosamente, y le recomendó ciertas lecturas – sobre las que por cierto mi amiga se arrojó en el acto -. Unos minutos conversando con Giuseppina Grammatico fueron suficientes para que creciera en esta joven filósofa el deseo de estudiar filología, y entrar en el reino de la palabra y el significado donde la profesora Grammatico vivió. Es el testimonio más cotidiano, más próximo que he tenido. Por lo demás, debo remitirme a fuentes más corrientes: los homenajes que se encuentran disponibles en Internet desde el día de su fallecimiento, las obras a las que he tenido acceso en estos días para preparar este homenaje, y la famosa entrevista hecha por Cristián Warnken, que he visto ya muchas veces, casi por el puro gusto de escuchar la voz de esta mujer que nunca conocí personalmente.

 

¿Qué dicen de Giuseppina Grammatico? Que era una mujer inagotable, titánica, capaz de mover con el mundo, con una fuerza que su frágil figura hacía imposible imaginar. Que estaba enamorada de la belleza, que estaba enamorada de la verdad; herida por la belleza, herida por la verdad. Que no tranzaba por lo tanto ni la una ni la otra; que avanzaba por la vida con tranco decidido, como una flecha disparada por el arco de Artemisa. Que parecía siempre segura de todo lo que decía, que era difícil seguirle el paso cuando trabajaba. Giuseppina Grammatico, la mujer a la vez humilde y enorme que he visto una y otra vez en la grabación de la entrevista, me parece la figura misma de Grecia: el retrato de la dignidad humana. En la última época de su vida, reflexionaba Giuseppina Grammatico sobre el gran tema del silencio, que era para ella como la sombra que proyecta el logos de Heráclito. ¡Qué gran profundidad la del estudio que es capaz de llevar nuestros ojos sobre el fondo mismo de nuestro yo! ¡Sobre una cuestión tan vital, tan universal! ¡Qué grandeza la de un académico que hace que los clásicos de hace dos mil quinientos años te hablen a ti, a mí, ahora! La clave está, como dijo la profesora, en que el gran legado de Grecia, la correspondencia de verdad-belleza-bondad, puede interpelar a cualquier hombre, en cualquier tiempo y lugar.

 

A continuación, hablaré de Héctor Herrera Cajas. Aquí, no hay entrevista a la que yo haya tenido acceso. No conozco la voz de don Héctor. Nunca estuve, como dije, en una clase suya, ni en una de sus conferencias, ni en uno de los eventos que organizó. Sin embargo, afirmo que este gran hombre me resulta mucho más familiar. Héctor Herrera nació en Pelequén, el 13 de Septiembre de 1930 – el mismo año que Giuseppina Grammatico nacía en la lejana Sicilia -. La pasión que se manifiesta en él desde el principio es la de la docencia, que será la marca de su personalidad y su vida, su gran pasión y el lugar de su servicio. Ingresó en 1948 a la Universidad de Chile, donde se graduó como profesor de Historia, Geografía y Ciencias Sociales. En 1968, se doctoró por la Universidad de Burdeos, pero cabe mencionar que anteriormente llevó a cabo viajes de estudio en Alemania y en Estados Unidos (en la biblioteca de Dumbarton Oaks, el centro más importante de estudios bizantinos a nivel mundial). Al reseñar su vida, por más brevemente que sea, no puede omitirse el hecho de su tesis doctoral acerca de las relaciones internacionales del Imperio Bizantino fue la única obra en idioma español en ser incorporada en el repertorio bibliográfico especializado de Gunther Weiss, donde se incluyen todos los estudios relevantes en el ámbito de la bizantinística entre 1968 y 1985.

 

Don Héctor Herrera fue docente en la Universidad de Chile, en la Universidad Católica de Valparaíso (en la cual se estableció y donde ocupó altos cargos administrativos), en la UMCE (de la que fue rector), en la Pontifica Universidad Católica de Chile, y en muchas otras casas de estudio. Participó como invitado en importantísimos encuentros académicos internacionales; recibió galardones (como la Orden del Fénix, de parte del gobierno griego) y participó de la fundación tanto del Centro de Estudios Clásicos como del Centro de Estudios Bizantinos y Neo-helénicos. Fundó también en la UCV las ya celebres Semanas de Estudios Romanos. Su producción académica fue enorme, pero aquí solamente nombraremos La Germania de Tácito. El problema del significado del escudo (1957), por el valor que reviste, como trabajo pionero en Chile y América Latina en la historia de las mentalidades.

 

En fin, como es fácil de notar, el currículum de don Héctor Herrera es enorme e impresionante. Sus intereses y sus obras abarcaban desde la historia antigua y medieval, hasta la teoría, filosofía y teología de la historia; y por supuesto, el gran tema de la educación, al que dirigió algunas de sus páginas más inspiradas (contenidas en su libro Dimensiones de la responsabilidad educacional), pero al que, más aún, dedicó toda su vida.

 

¿Cómo he conocido a Héctor Herrera? Ciertamente la mayor parte de los datos que he dado anteriormente los encontré en los numerosos homenajes y reseñas de su vida que han sido escritos desde su muerte, ocurrida el 6 de octubre de 1997, mientras preparaba una clase de historia medieval (sobre todo del libro Un magisterio vital: historia, educación y cultura. Homenaje a Héctor Herrera Cajas, publicado el año pasado por los profesores José Luis Widow, Álvaro Pezoa y José Marín). Pero más allá de esto, ¿cómo he conocido a Héctor Herrera hasta el punto que este hombre, grande y venerable, de expresión a la vez seria y bondadosa, que nos mira desde las fotografías del libro, se ha vuelto importantísimo para mi vida? ¿Cómo ha llegado Héctor Herrera a ser una persona de la que me siento agradecido? ¿Cómo, si cuando él moría yo tenía nueve años y no imaginaba que estudiaría historia?

 

A Héctor Herrera lo he conocido por su obra. Sí, ciertamente he leído – como muchos de nosotros – sus textos: la mencionada Germania de Tácito, su ensayo sobre la doctrina Gelasiana, sobre el mundo estepárico, sobre los pendientes de las coronas bizantinas. También he leído con muchísimo gusto algunos de sus ensayos sobre educación. Pero no me refiero a esta obra. Tampoco me refiero al Centro de Estudios Clásicos, ni al de Estudios Bizantinos y Neo-Helénicos, ni a las Semanas de Estudios Romanos… Si bien Héctor Herrera fue como un constructor de catedrales, un fundador, no son sus fundaciones la obra que me lo ha hecho conocer.

 

Yo he conocido a Héctor Herrera por José Marín, por Diego Melo, por Paola Corti, entre otros. Sus discípulos, sus alumnos, los que aprendieron de él. Todos, unos más y otros menos, hablan de él: hablan de don Héctor cuando hablan y cuando no. Tienen todos un estilo en común: que se caracteriza por una pasión educativa desbordante, por una gran independencia ideológica, por una gran capacidad de trabajo, y sobre todo por un tenaz amor a la verdad. Si aprendí a interrogar una fuente, a hacerla hablar, a leer entre líneas, estoy seguro que en cierta forma se lo debo a don Héctor. Si aprendí a no forzar los documentos, a reconocerles su primado, estoy seguro que se lo debo a él también. Y esto, conscientemente o no, lo pueden decir todos los que han estudiado bajo los discípulos de Héctor Herrera.

 

Pero he conocido a don Héctor también por otra razón, más grande que esos inteligentes y fascinantes profesores. He conocido a Héctor Herrera por la amistad entre ellos, por la unidad entre ellos. Nunca olvidaré las Jornadas de Estudios Medievales de 2009, donde pude exponer una investigación mía y luego participé de la cena a la que estábamos invitados todos los participantes. Ciertamente, no hablé con todos. No hablé ni siquiera con la mayoría. La verdad es que bastaba con verlos hablar para aprender: las risas, la camaradería, la generosidad, la libertad de esos amigos. ¿Cómo habían llegado a conocerse? ¿Qué había entre ellos? Un gran hombre, un maestro que los vinculó a todos, que los hizo trabajar juntos; y así – después- permanecieron juntos. Si Giuseppina Grammatico me parece el retrato de Grecia, de la dignidad humana, una figura “homérica”, heroica pero un poco solitaria, Héctor Herrera me hace pensar en los siglos más resplandecientes de la Edad Media, y en la gran universidad medieval, en esa época en que la universidad tenía mucho de taller artesanal, donde el conocimiento nacía de la chispa del diálogo, del milagro de la comunicación, del encuentro humano.

 

Pero esto no es una moraleja, porque no se trata de una fábula. No quiero disolver esto en la vacía recomendación de “hacer vida universitaria”, “ser amigos”. No. Quiero constatar un hecho. Héctor Herrera es el padre carnal de algo vivo y carnal, de una comunidad de amigos y docentes. Algo así, puede crecer. Nos enseña a dejarnos interpelar por los profesores, a estrechar vínculo con ellos, a aprender – con humildad y pasión -, porque el profesor al entregar conocimiento, se entrega a sí mismo (si es digno de ese nombre). Así, esta alegría del trabajo y el descubrimiento, este gozo del diálogo, se dilata, en el tiempo y en el espacio.

 

Este es el homenaje que puedo hacer yo, que entré a la universidad cuando Héctor Herrera hacía años que había partido desde mundo; yo que nunca conocí en persona a Giuseppina Grammatico. A lo mejor estoy en una posición de desventaja, pero no puedo dejar de decir que siento que los conozco, y el corazón se me hincha de afecto y de gratitud. Soy, orgullosamente, parte de una tradición, continuador de un camino, deudor de estas grandes personas, llenas de conocimiento y humanidad vibrante. Hasta cierto punto, los conozco bien, porque “el árbol se conoce por su fruto”. Como dijo una vez un querido amigo: “¿Cómo sabes cuando alguien está en el Paraíso? Cuando, después de morir, su presencia no disminuye, sino que crece”.

 

 

 

Exequiel Monge Allen

Licenciatura en Historia

Pontifica Universidad Católica de Chile