SAQUEO DE ROMA SEGÚN PAULO OROSIO

 

 Finalmente, tras acumularse tantas blasfemias sin que hubiera ningún arrepentimiento, cae sobre Roma el clamoroso castigo que ya pendía sobre ella desde hacía tiempo.

Se presenta Alarico, asedia, aterroriza e invade la temblorosa Roma, aunque había dado de antemano la orden, en primer lugar de que dejasen sin hacer daño y sin molestar a todos aquellos que se hubiesen refugiado en lugares sagrados y sobre todo en las basílicas de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y, en segundo lugar, de que, en la medida que pudiesen, se abstuvieran de derramar sangre, entregándose sólo al botín. Y para que quedase más claro que aquella invasión a la ciudad se debía más a la indignación de Dios que a la fuerza de los enemigos, sucedió incluso que el obispo de la ciudad de Roma, el bienaventurado Inocencio, cual justo Loth sacado de Sodoma, se encontraba en Ravenna por la oculta Providencia de Dios; de esta forma no vio la caída del pueblo pecador. En el recorrido que los bárbaros hicieron por la ciudad, un godo, que era de los poderosos y de religión cristiana, encontró casualmente en una casa de religión a una virgen consagrada a Dios, de edad ya avanzada; y, cuando él le pidió de una forma educada el oro y la plata, ella, con la seguridad que le daba su fe, respondió que tenía mucho, prometió que se lo mostraría y lo sacó todo a su presencia; y cuando se dio cuenta de que el bárbaro, a vista de todas aquellas riquezas, quedó atónito por su cantidad, su peso y su hermosura - a pesar de que desconocía incluso la calidad de los vasos-, la virgen de Cristo le dijo: "Estos son los vasos sagrados del apóstol Pedro; cógelos, si tienes el suficiente valor; si lo haces, tú tendrás que responder; yo, dado que no puedo defenderlo, no me atrevo a mantenerlo". El bárbaro, empujado al respeto a la religión ya por temor a Dios, ya por la fe de la virgen, mandó un mensajero a Alarico para informarle de estos hechos; Alarico dio órdenes de que los vasos sagrados fueran llevados tal como estaban a la basílica del apóstol y que, bajo la misma escolta, fuese también la virgen y todos aquellos cristianos que quisieran unirse. (...) La piadosa procesión es cortejada en todo su recorrido por una escolta con las espadas desenvainadas; romanos y bárbaros, unidos en un solo coro, cantan públicamente un himno a Dios; el sonido de la trompeta de salvación suena a lo largo y ancho en medio del saqueo de la ciudad, e incita y anima a todos, incluso a los escondidos en lugares ocultos. (...) Fue un profundo misterio este del transporte de vasos, del canto de himnos y de la conducción del pueblo; fue algo así, pienso, como un gran tamiz, por el cual, de toda la masa del pueblo romano, como si de un gran montón de trigo se tratase, pasaron por todos los agujeros, saliendo de los escondidos rincones de todo el círculo de la ciudad, los granos vivos, conducidos ya por la ocasión, ya por la verdad; sin embargo fueron aceptados todos aquellos granos del previsor granero del Señor que creyeron poder salvar su vida presente, pero los restantes, como si se tratase de estiércol o paja, juzgados ya de antemano por su falta de fe y su desobediencia, quedaron allí para ser exterminados y quemados. ¿Quién podría ponderar suficientemente estos hechos, por muchas maravillas que dijese? ¿Quién podría proclamarlos con dignas alabanzas?

Al tercer día de haber entrado en la ciudad los bárbaros se marcharon espontáneamente, no sin provocar el incendio de unos cuantos edificios, pero no incendio tan grande como el que en el año 700 de la fundación de la ciudad había provocado el azar. Y, si recordamos el fuego provocado para espectáculo de Nerón, que era emperador suyo, de Roma, sin duda alguna no se podrá igualar con ningún tipo de comparación este fuego que ha provocado ahora la ira del vencedor con aquel que provocó la lascivia de un príncipe. Ni tampoco debo recordar ahora en esta relación a los galos, los cuales se apoderaron rápidamente, en el espacio casi de un año, de las trilladas cenizas de una Roma incendiada y destruida. Y para que nadie dude que los enemigos tuvieron permiso para proporcionar ese correctivo a esta soberbia, lasciva y blasfema ciudad, los lugares más ilustres de la ciudad que no habían sido quemados por los enemigos, fueron destruidos por rayos en esta misma época.

 

Paulo Orosio, Historiarum Adversus Paganos Libri Septem, VII, 38 y VII, 39, Trad. de E. Sánchez S., Gredos, 1982, Madrid, vol. 2, pp. 267-270.