Después que Teodosio, que amaba la paz y a la nación de los godos, hubo muerto, sus hijos, por su vida fastuosa, arruinaron el uno y otro imperio, y dejaron de pagar a sus auxiliares, es decir, a los godos, los acostumbrados subsidios. Estos experimentaron rápidamente hacia aquellos príncipes un disgusto que no hizo más que acrecentarse; y, temiendo que su valor se perdiese en una paz tan larga, eligieron por rey a Alarico. El era de la familia de los Baltos, raza heroica, la segunda en nobleza después de los Amalos. Y aquel nombre de Balto, que quiere decir "bravo", le había sido dado desde hacía largo tiempo por los suyos, a causa de su valentía e intrepidez. Tan pronto como fue hecho rey, en consejo con los suyos, Alarico los convenció de ir a conquistar reinos y no permanecer ociosos bajo la dominación extranjera. Y, a la cabeza del ejército, bajo el consulado de Estilicón y Aureliano, atravesó las dos Panonias, dejando Firmium a su derecha, y entró en Italia, entonces casi vacía de defensores. No encontrando ningún obstáculo, acampó cerca del puente Condinianus, a tres millas de la ciudad regia de Ravenna. Esta ciudad, entre las marismas, el mar y el Po, no es accesible sino por un solo costado. Fue antaño habitada, según una antigua tradición, por los Enetas, nombre que significa "digno de elogio". Situada en el seno del Imperio Romano, en la costa del mar Jónico, está rodeada y como sumergida por las aguas. Tiene al oriente el mar; y si, partiendo de Corcire y de Grecia, y tomando a la derecha, se atraviesa directamente este mar, se pasa primero delante del Epiro, enseguida delante de Dalmacia, Liburnia, Istria y se ve florecer de su remo Venecia. Al Occidente está defendida por pantanos, a través de los cuales se ha dejado un estrecho pasaje como una especie de puerta. Está rodeada, al norte, por un brazo del Po llamado canal de Ascon y, en fin, hacia el mediodía, por el Po mismo, que se designa ahora con el nombre de Eridan, y que lleva, sin rival, el nombre de rey de los ríos. Augusto rebajó su lecho y lo hizo muy profundo; lleva a la ciudad la séptima parte de sus aguas, y su desembocadura forma un puerto excelente, donde antaño, según Dion, se podía estacionar, con toda comodidad, una flota de doscientos cincuenta veleros. Hoy día, como dice Fabius, en el antiguo lugar del puerto, se ven vastos jardines llenos de árboles, de donde ya no penden velas sino frutos. La ciudad tiene tres nombres que la glorifican, según los tres barrios en que se divide y de los cuales se han tomado los nombres: el primero es Ravenna, el último es Classis, y el del medio es Cesárea, entre Ravenna y el mar. Construido sobre un terreno arenoso este último barrio es de un acceso dulce y fácil, y cómodamente situado para los transportes.
Así, pues, cuando el ejército de los visigodos llegó a esta ciudad, envió una delegación al emperador Honorio, que se encontraba encerrado allí, para decirle que, o permitía a los godos habitar pacíficamente en Italia, y entonces vivir con los romanos en paz, de tal suerte que las dos naciones no parecieran más que una, o se preparaba para la guerra, y que el más fuerte venciera al otro, estableciéndose la paz tras la victoria. Aquellas dos proposiciones horrorizaron a Honorio que, tomando el consejo del Senado, deliberó sobre los medios para hacer salir a los godos de Italia. Se determinó al final hacerles una donación, confirmada por un rescripto imperial, de la Galia e Hispania, provincias alejadas que por aquel entonces había casi perdido, y que asolaba Genserico, rey de los vándalos, y autorizó a Alarico y su pueblo para adueñárselas, si podían, como si siempre les hubieran pertenecido. Los godos consintieron en este arreglo, y se pusieron en marcha hacia los territorios que les habían sido concedidos. Pero cuando ellos se hubieron retirado de Italia, donde no habían cometido daño alguno, el patricio Estilicón, suegro del emperador Honorio (ya que este príncipe desposó, una después de la otra, a sus dos hijas, María y Termantia, que Dios llevó de este mundo castas y vírgenes), Estilicón, digo, avanzó pérfidamente hasta Pollentia, ciudad situada en los Alpes; y como los godos no desconfiaban de nada, cayó sobre ellos, estallando una guerra que habría de llevar a la ruina de Italia y a su propia deshonra. Este ataque imprevisto primero sembró el pánico entre los godos; pero bien pronto, retomando el coraje y animándose los unos a los otros, según su costumbre, pusieron en fuga a casi todo el ejército de Estilicón, lo persiguieron y lo aniquilaron: en el furor que los poseía, abandonaron su ruta y, volviendo sobre sus pasos, entraron en Liguria. Después de haber hecho un rico botín, asolaron también la provincia de Emilia; y, recorriendo la vía Flaminia entre el Piceno y la Toscana, devastaron todo lo que se encontraba a su paso, de un lado y de otro, hasta Roma. Entraron, en fin, a esta ciudad, y Alarico dejó pillarla; pero la defendió de ponerle fuego, como es habitual entre los paganos, así como de hacer daño alguno a aquellos que se encontrasen refugiados en las iglesias de los santos. Los godos, dejando Roma, llegaron a Bruttium, pasando por la Campania y la Lucania, donde cometieron igualmente destrozos. Después de estar detenidos un tiempo, resolvieron pasar a Sicilia, y, desde allá, al Africa... pero, algunos proyectos que realiza el hombre no se realizan sin la voluntad de Dios: en el tormentoso estrecho muchos de sus veleros se hundieron, y otros, en gran número, se dispersaron; y mientras que, obligado a retroceder, Alarico deliberaba acerca de qué iba a hacer, la muerte lo sorprendió de golpe, y se lo llevó de este mundo. Los godos, llorando a su amado jefe, desviaron de su lecho al río Barentius, cerca de Cosentia; ya que este río corre al pie de una montaña y baña a esta ciudad con sus aguas bienhechoras. Al medio de su lecho hicieron excavar, a una tropa de cautivos, un lugar para inhumarlo, y al fondo de esta fosa, enterraron a Alarico con una gran cantidad de objetos preciosos. Después, llevaron de nuevo las aguas a su lecho primitivo; y para que el lugar donde estaba su cuerpo no pudiera ser jamás conocido por nadie, mataron a todos los sepultureros.
Jordanes, Gética (s. VI), en: Piganiol, A., Le Sac de Rome, Albin Michel, 1964, Paris, pp. 278-281. Trad. del francés por José Marín R.