LA SITUACIÓN DEL REINO VISIGODO EN TIEMPOS DE TEODORICO EL AMALO (523-526)
A Ampelio, varón ilustre, y a Liuvirit, varón espectábile, Teodorico, rey. 1: Conviene ordenar con leyes y buenos usos las provincias situadas bajo nuestro gobierno con la ayuda de Dios, puesto que una vida propia de humanos es aquella que se mantiene dentro del orden del derecho. Pues lo propio de las bestias es vivir bajo el dominio del azar: que, siendo arrastrados por el deseo de rapiña, a su imprevista temeridad sucumben. El campesino entendido, en una palabra, limpia limpia su campo de zarzas espinosas, puesto que el cultivador es elogiado si convierte en agradable con frutos deliciosísimos un suelo agreste. Así, de modo igual, la suavísima paz del pueblo y la situación tranquila de las regiones son consideradas como encomio de los gobernantes. 2: Así pues, tenemos conocimiento de una queja de muchos en las provincias de España; que el máximo crimen entre los mortales es que sean destruidas vidas de hombres por una imprecisa presunción y que muchos sufran la muerte con motivos de procesos menores. De modo que en una dañina paz casi como por juego mueren tanto como apenas podrían caer víctimas de la necesidad de las guerras. Además se añade que los patrimonios de los provinciales no están sometidas a los catastros públicos, como es costumbre, sino a la voluntad de los recaudadores. Que es una modalidad de evidente robo dar según la voluntad de aquel que se apresura a exigir cada vez más para su propio beneficio. 3: Nosotros, deseando hacer frente a tal situación con real providencia, creímos que vuestra Sublimidad debía ser destinada en sus funciones a la totalidad de España, para que la novedad de vuestra jurisdicción no se pueda permitir en absoluto la arraigada costumbre. para que adoptemos a la manera de los médicos remedios rapidísimos a las más crueles enfermedades, se inicie por tanto nuestra labor curativa cuando se sabe que es mayor el peligro. 4: El crimen de homicidio ordenamos que sea atajado con la autoridad de las leyes: pero cuanto más riguroso es el castigo, tanto más debe considerarse la investigación de tal causa, para que vidas inocentes no asuman peligros por el ardor de la venganza. Así, pues, castigando a muchos perezcan sólo los culpables, dado que también es un tipo de piedad castigar el delito en su infancia para que no aumente con el crecimiento. 5: Se dice que los patrimonios de los propietarios (possessores) se ven agobiados por los que exigen el tributo estatal gravando los pesos, de modo que no parece tanto una recaudación como un robo. Pero, a fin de que se suprima toda ocasión de fraude, ordenamos que todos los impuestos estatales sean llevadoa a la balanza de nuestra Cámara, que se os dio en persona. ¿Qué ciertamente tan abominable como el que se permita a audaces delinquir con la mismísima calidad de la balanza, de modo que aquello, que se entregó como lo más apropiado para la justicia, se sepa corrompido por el fraude? 6: Los arrendadores de la Casa real, sea cual sea su raza, una vez aclarada la verdad decretamos que liquiden tanto cuanto conste que pagan nuestros predios. Y para que a nadie su trabajo le parezca no gratificado, queremos que vuestra equidad determine la renta según la calidad de la propiedad alquilada. Ciertamente, las fincas no serían llamadas nuestras, sino de ellos, si la cuantía de la renta se calcula a voluntad del arrendador. 7: Así pues, el impuesto de los comerciantes ultramarinos, en el que se sabe que se produce un fraude no pequeño para el provecho del Estado, os ordenamos investiguéis con la mayor atención y establezcáis su cuantía según la calidad de sus riquezas, puesto que contra un fraude un útil remedio es saber qué ingresan. 8: Por su parte, los monetarios, que consta fueron cvreados especialmente para utilidad del Estado, sabemos que se han transformado en provecho de particulares. Eliminando un tal abuso, se les someta a los impuestos estatales según la calidad de sus riquezas.
Cassiodoro, Variae, 5, 39, en: Textos y documentos de historia Antigua, Media y Moderna hasta el siglo XVII, vol. XI de la Historia de España dirigida por M. Tuñón de Lara, Labor, 1984, Barcelona, p. 170 y ss.