BATALLA DE LOS CAMPOS CATALÁUNICOS Y MUERTE DE TEODORICO (451)

 

(XL) Por tremendo que fuese el estado de las cosas, la presencia del rey, sin embargo, tranquilizaba a los que hubieran podido vacilar. Llegóse, pues, a las manos: batalla terrible, complicada, furiosa, obstinada y como jamás se había visto otra en parte alguna. Tales proezas se realizaron allí, según se refiere, que el valiente que se encontró privado de aquel maravilloso espectáculo, nada parecido alcanzó a ver en toda su vida; porque, si ha de creerse a los ancianos, un arroyuelo que corre por aquel campo por lecho poco profundo, aumentó de tal suerte, no por la lluvia, como solía acontecer, sino por la sangre de los moribundos, que, creciendo extraordinariamente por aquellas ondas de nuevo género, se convirtió en torrente impetuoso y sangriento, de manera que los heridos, que ardiente sed llevaba a sus orillas, bebieron agua mezclada con restos humanos y se vieron obligados por triste necesidad a manchar sus labios con sangre que acababan de derramar los alcanzados por el hierro. Cuando el rey Teodorico recorría su ejército para animarlo, derribóle el caballo, y pisoteándole los suyos, perdió la vida, en edad avanzada ya. Dicen otros que cayó atravesado por una flecha que lanzó Andax del lado de los ostrogodos, que entonces estaba a las órdenes de Atila. Este fue el cumplimiento de la predicción que, poco tiempo antes, hicieron los adivinos al rey de los hunos, aunque éste imaginaba que se refería a Aecio. Separándose entonces los visigodos de los alanos, caen sobre las bandas de los hunos, y tal vez el mismo Atila hubiese sucumbido a sus golpes, si prudentemente no hubiera huido sin esperarles, encerrándose enseguida con los suyos en su campamento, que había atrincherado con carros. Detrás de esta débil barrera buscaron refugio contra la muerte aquellos ante los cuales no podían resistir antes los parapetos más fuertes... En cuanto amaneció el día siguiente, viendo los campos cubiertos de cadáveres, y que los hunos no se atrevían a salir de su campamento, convencidos de que era indispensable que Atila hubiese experimentado una pérdida muy grande para haber abandonado el campo de batalla, Aecio y sus aliados no dudaron que les pertenecía la victoria. Sin embargo, hasta después de su derrota, el rey de los hunos conservaba su altiva actitud, y haciendo resonar las trompetas en medio del chasquido de las armas, amenazaba con volver al ataque. Así el león, oprimido por las lanzas de los cazadores, gira en la entrada de su caverna, no se atreve a lanzarse sobre ellos y, sin embargo, no deja de espantar los parajes vecinos con sus rugidos: de la misma manera aquel rey belicoso, sitiado como se encontraba, hacía aún temblar a sus vencedores...

(XLI) En el descanso que proporcionó el asedio, los visigodos y los hijos de Teodorico buscaron los unos a su rey, y los otros a su padre, extrañando su ausencia en medio del triunfo que acababan de conseguir. Buscáronle durante largo tiempo, según costumbre de los valientes, y al fin le encontraron debajo de un gran montón de cadáveres, y, después de entonar cánticos en alabanza suya, le llevaron a la vista de los enemigos. De ver eran las bandas de godos, de voces rudas y discordantes, ocuparse en los piadosos cuidados de los funerales, en medio de los furores de una guerra que no había terminado todavía. Corrían las lágrimas, pero de las que derraman los valientes. Para nosotros era la pérdida, pero los hunos atestiguaban cuán gloriosa era; y parece era grande la humillación para su orgullo, ver, no obstante su presencia, llevar con sus insignias el cadáver de aquel gran rey. Antes de terminar las exequias de Teodorico, los godos proclamaron rey, al ruido de las armas, al valiente y glorioso Torismondo; y éste terminó los funerales de su amado padre cual correspondía a un hijo. Después de acabar estas cosas, movido por el dolor de su pérdida y por la impetuosidad de su valor, Torismondo ardía en deseos de vengar la muerte de su padre sobre los que quedaban de los hunos... Dícese que en aquella famosa batalla que dieron las naciones más valerosas perecieron por ambas partes ciento sesenta y dos mil hombres....

 

Jordanes, Historia de los Godos, en: Ammiano Marcelino, Historia del Imperio Romano, Trad. de N. Castilla, Librería de la Viuda de Hernando y Cía, 1896, Madrid, vol. 2, pp. 372-376.