FRAGMENTOS DE LA VITA KAROLI DE EGINHARDO

 

Prólogo de Walafrido Strabón.

La exposición que sigue de la vida y gestas del muy glorioso emperador Carlomagno es obra de Eginhard -uno de los palatinos de ese tiempo de los más dignos de elogio, no sólo por su ciencia, sino también por su carácter sin mancha- el cual, como hombre que participó en casi todo aquello que relata, ha aportado el testimonio de la más pura verdad.

Nacido, en efecto, en "Francia" oriental, en el condado que se llama Maingau, recibió, como niño, en el monasterio de Fulda, en la escuela de San Bonifacio mártir, los primeros elementos de su alimento espiritual. Por sus notables capacidades y su inteligencia, que ya era promisoria, en el escaso saber con el cual se ilustró enseguida, más que por su nobleza, insigne por cierto, decidió Baugolf, abad del dicho monasterio, enviarlo al palacio de Carlos. Pues, de todos los reyes, era aquél el más ávidamente dispuesto a buscar los sabios y procurarles el medio de filosofar completamente a su gusto, lo que permitió de nuevo asegurar la irradiación de la ciencia entera, en parte desconocida entonces en ese mundo bárbaro, y hacer así, de toda la extensión del reino, que había recibido de Dios en aquel entonces sumido en las brumas y, por así decir, casi ciego, un país luminoso a los ojos penetrados de la claridad divina. Sin embargo hoy en día los estudios declinan nuevamente, la luz de la sabiduría, menos apreciada, tiende a perder su brillo.

Así, pues, este pequeño hombre, cuya débil estatura hacía poco respetable, recibió por su espíritu y su rectitud en la corte de Carlos, amigo de la ciencia, un tal renombre que, entre todos los servidores de Su Majestad, era como casi ningún otro a quien tal rey, el más poderoso y el más sabio de su tiempo, confiaba además los secretos de su intimidad. Y ésto era en justicia: pues no sólo bajo Carlos mismo, sino todavía -lo que es más sorprendente- bajo el emperador Luis, cuando el reino franco se había dejado llevar por la tormenta y amenazaba la ruina, él supo, por una facultad de equilibrio notable y de inspiración verdaderamente divina, guardarse, gracias a Dios, tan bien que llegó siempre a conservar intacta hasta el fin su brillante reputación, la que no dejó de estar sin embargo expuesta a la envidia y al peligro, y a evitar por añadidura irremediables peligros.

Sea dicho ésto para que ninguno promueva dudas en lo concerniente al valor de sus afirmaciones, a falta de saber que excepcionales alabanzas debía a la querida memoria de su protector y qué escrúpulos de veracidad ha tenido para satisfacer la curiosidad de sus lectores.

Por mi parte, yo, Strabón, he intercalado en este opúsculo títulos y he establecido las divisiones que me han parecido apropiadas para facilitar la consulta y hacer más cómodas las investigaciones.

 

Prefacio de Eginhardo.

Habiendo resuelto escribir un libro sobre la vida, las costumbres y las principales gestas del reino del señor que me ha alimentado, el muy excelente rey Carlos, tan justamente famoso, lo he hecho con la mayor sobriedad que he podido, ateniéndome siempre a no omitir nada de lo que ha alcanzado mi conciencia y a no fatigar con la extensión de mi relato el espíritu de aquellos a quienes repugna todo aquello que es nuevo -si es de algún modo posible, verdaderamente, proponer, sin disgustarlo, un libro nuevo a un público al que fastidian también las obras de los mejores y doctos escritores.

Más de alguno de entre ellos, lo sé, que ha consagrado su tiempo libre al culto de las letras estimará que la época que vivimos no merece ser considerada como indigna de todo recuerdo y ofrecida en masa al olvido; más de uno también, celoso de pasar a la posteridad, se inquietará menos por la calidad de sus escritos que por su deseo de asegurar a las generaciones futuras, narrando las grandes gestas de sus contemporáneos, la gloria de su propio nombre. No he creído por lo tanto deber renunciar a esta obra, consciente de que yo podía aportar más de verdad que otra persona, porque participé en los acontecimientos que relato, he sido, como se dice, el testigo ocular y porque, además, no puedo saber de una manera positiva como sería el cuadro si fuese trazado por otro. He juzgado, en fin, que más valía en mi exposición respetar en otros términos las cosas ya dichas que dejar la vida ilustre del mejor y más grande rey de esta época y sus hazañas, hoy casi inimitables, perderse en las tinieblas del olvido.

A estos motivos para componer mi libro se agrega otro -razonable, pienso, y que podría bastar con él solo: el reconocimiento hacia el hombre que me alimentó y a la amistad indefectible entablada tanto con él como con sus hijos desde que comencé a vivir en su corte. La deuda que he contraído así hacia él y hacia su memoria es tal que sería justo que se me juzgase como un ingrato si, olvidando todos los bienes con los que fui gratificado, mantuviera silencio acerca de los hechos gloriosos e ilustres de aquel con quien tengo tantas obligaciones y si soportara que su vida permaneciera, como si no hubiera existido, ignorada y privada de las alabanzas que le son debidas.

Para contarla y expresarla, haría falta algo mejor que mi pobre espíritu, débil casi hasta la nulidad; haría falta la elocuencia de un Cicerón. Sin embargo, de todos modos, he aquí este libro destinado a perpetuar la memoria del célebre gran hombre. Fuera de sus grandes hechos, nada hay allí que pueda impresionar al lector, sino tal vez la audacia de un bárbaro que, apenas iniciado en la frase latina, ha creído sin embargo poder escribir de forma decente o conveniente en esta lengua y que ha llevado la impudicia hasta el desprecio de aquel precepto de Cicerón, en el primer libro de sus Tusculanas, donde hablando de los autores latinos, se expresa en estos términos: : "Consignar por escrito sus pensamientos cuando se es incapaz de ordenarlos, de darles valor y de procurar el menor agrado al lector es el acto de un hombre que abusa sin medida de sus horas libres y de las letras". Tal precepto del célebre orador habría podido apartarme de escribir si no hubiese resuelto arriesgar mi reputación sometiendo este ensayo al juicio del público, antes que narrar la historia de un tan gran hombre a fin de arreglarla.

 

Ascendencia de Carlos.

(I-XVII)

La familia de los merovingios, de la cual los francos acostumbraban a escoger sus reyes, reinó hasta Childerico. Este, con el consentimiento del pontífice romano, fue depuesto y encerrado en un monasterio después de haberle cortado los cabellos. Pero si la familia terminó con él, desde hacía mucho tiempo que había perdido el vigor y no se distinguía más que por el título real. La fortuna y el poder público estaban en manos de los jefes de su casa, que se llamaban mayordomos de palacio y a quienes pertenecía el poder supremo; además del título, el rey no tenía otra satisfacción que ocupar el trono, con su larga cabellera y su barba colgante. Desde allí figuraba como soberano, dando audiencias a los embajadores de los diversos países y encargándoles a su regreso que transmitiesen en su nombre las respuestas que se le había sugerido o dictado. Salvo este título real que había llegado a serle inútil, y los precarios medios de subsistencia que le concedía el mayordomo de palacio, no poseía sino un dominio propio, de escaso provecho, con su casa y algunos reducidos servidores a su disposición para proveerlo de lo necesario.

En sus viajes empleaba una carreta tirada por bueyes y dirigida rústicamente por un carretero. Así acostumbraba ir a palacio, dirigirse a la Asamblea Pública de su pueblo que se reunía anualmente para tratar asuntos del reino, y regresar a su residencia. La administración y todas las decisiones y medidas referentes a lo interno y externo del reino, eran de exclusiva incumbencia del mayordomo de palacio.

Este cargo, en la época de la deposición de Childerico, le pertenecía a Pipino, padre del rey Carlos, en virtud de un derecho ya casi hereditario. En efecto, antes que él, dicho cargo lo había desempeñado en forma brillante otro Carlos, del cual era hijo, y que se había distinguido derrotando a los tiranos cuyo poder intentaban imponer en toda Francia, y obligando a los sarracenos -mediante dos grandes victorias: una en Aquitania, en Poitiers; la otra cerca de Narbona- a renunciar a la ocupación de las Galias y a replegarse a España. Y éste lo había recibido de manos de su propio padre, también llamado Pipino. Pues el pueblo se había acostumbrado a no confiarlo sino a quienes se distinguían por el brillo de su nacimiento o la extensión de sus riquezas.

 

La Dilatatio Regni.

Campaña contra los lombardos.

Ya su padre, ante las súplicas del Papa Esteban, los había atacado, no sin antes haber superado grandes dificultades; algunos de los jefes francos, a quienes tenía costumbre de consultar, se habían opuesto a su proyecto en tal forma que le habían manifestado abiertamente que desertarían y regresarían a sus hogares. La expedición se había realizado contra Astolfo y había terminado en forma rápida. Pero si las dos guerras tuvieron una causa análoga, o, mejor dicho, la misma causa, ni los esfuerzos desplegados ni los resultados fueron comparables. Pipino, después de haber sitiado al rey Astolfo algunos días en Tessin, le obligó a entregar rehenes, a restituir a los romanos las plazas fuertes y los castillos que les había arrebatado y a jurar no volver a tomar lo que habían entregado. En cambio, Carlos, una vez que comenzó la guerra, no abandonó la patria hasta haber obtenido la rendición de Desiderio.

 

Campaña contra los sajones.

Ninguna fue tan larga, más atroz, más penosa para el pueblo franco. Pues los sajones, como casi todos los pueblos germánicos, eran de una naturaleza feroz; practicaban el culto a los demonios, se mostraban enemigos de nuestra religión y no consideraban deshonroso violar o transgredir las leyes divinas o humanas. El trazado de las fronteras dejaba cada día la paz a merced de un incidente; siendo llanas, excepto en algunos puntos, donde bosques y montañas forman una separación neta, las fronteras eran escenario constante de muertes, rapiñas e incendios, respondiéndose recíprocamente...

Una vez declarada la guerra, fue llevada por ambas partes con igual animosidad, aunque con mayores pérdidas de los sajones, y mantuvo una duración de treinta años consecutivos. No pudo terminar pronto por la perfidia de los sajones.

No dejó de vengar su perfidia e imponerles un justo castigo, marchando él mismo contra ellos o enviando tropas dirigidas por sus condes. Habiendo terminado por triunfar sobre los más intransigentes, reduciéndolos a su merced, deportó con sus mujeres y sus hijos a dos mil que habitaban las dos riberas del Elba, y los dispersó en pequeños grupos por las Galias y Germania. Y se sabe que la guerra, después de tantos años de lucha, no terminó sino cuando los sajones hubieron aceptado las condiciones exigidas por el rey; abandono del culto a los demonios y de las ceremonias nacionales, adopción de la fe y sacramentos de la religión cristiana, fusión con el pueblo franco en un solo pueblo.

 

Campaña de España.

Mientras se batía asiduamente y casi sin interrupción contra los sajones, Carlos, después de dejar en los sitios convenientes guarniciones a lo largo de las fronteras, atacó España con todas las fuerzas de que disponía. Franqueó los Pirineos, recibió la sumisión de todas las fortalezas y castillos que encontró en su ruta y regresó sin que su ejército hubiese sufrido pérdida alguna, salvo que sobre la cima misma de los Pirineos, tuvo de regreso, ocasión de experimentar algo de la perfidia vasca; como su ejército marchaba disperso en largas filas, así lo exigía la estrechez del camino, los vascos emboscados descendieron desde lo alto de las montañas y arrojaron a la quebrada los convoyes que venían al final y las tropas que cubrían la marcha de la retaguardia; después, entablada la lucha, los masacraron hasta el último hombre, dieron cuenta de las vituallas y finalmente se dispersaron con una rapidez extrema con la noche que caía a su favor. Los vascos tenían a su favor en estas circunstancias la ligereza de su armamento y la configuración del terreno, mientras que los francos estaban embargados por la pesadez de sus armas y su desventajosa posición. En este combate murieron el senescal Eginhardo, el conde palatino Anselmo, y Rolando, duque de la marca de Bretaña, y muchos otros. Esta derrota no pudo vengarse en el campo porque los enemigos, dados al galope, se dispersaron y tan bien que nadie pudo saber a qué rincón del mundo habría sido preciso ir a buscarlos.

Estas son las guerras que este poderosísimo rey realizó en las diversas partes del mundo, con tanta prudencia como fortuna, en el curso de los cuarenta y siete años de su reinado. Así, amplió casi al doble el reino franco que se le había entregado grande y poderoso. Efectivamente, antes de él, este reino -exceptuando el país de los alamanes y de los bávaros que formaban una dependencia- sólo comprendía la parte de las Galias situada entre el Rhin, el Loira, el Océano y el Mar Baleárico, y la parte de Germania habitada por los llamados francos orientales, entre Sajonia, el Danubio, el Rhin y el Saale que separa el país de los turingios del de los sorabos. A continuación de las guerras que recordamos, incorporó Aquitania, Gascuña, toda la Cordillera de los Pirineos, y el país hasta el Ebro, que nace en Navarra y, dividiendo la fertilísima planicie de España, va a morir al Mar Baleárico bajo los muros de la ciudad de Tortosa. Anexó toda Italia que desde Aosta hasta Calabria inferior, donde se encuentra la frontera entre griegos y beneventinos, se extiende en una longitud superior al millón de pasos. Añadió Sajonia que forma parte de Germania, ocupando un espacio de igual largo que el ocupado por los francos y el doble de ancho. Además incorporó las dos Panonias, Dacia -sobre la otra orilla del Danubio-, Istria, Liburnia, Dalmacia, exceptuando las ciudades marítimas que dejó al emperador de Constantinopla en garantía de amistad y alianza. En fin, venció y sometió a las tribus de todos los pueblos bárbaros y fieros de Germania -entre el Rhin, el Vístula, el Océano y el Danubio- cuyas lenguas se asemejan, diferenciándose bastante por sus costumbres y modos de vida-. Entre los principales se pueden nombrar a los quelatabos, los sorabos, los abodritas y los bohemios, contra los cuales peleó, mientras los otros en mayor número se le rindieron.

 

Relaciones con los musulmanes.

Con el rey persa Aarón (Harún-ar-Raschid), del que dependía casi todo el Oriente, excepto la India, las relaciones fueron tan cordiales que éste apreciaba su amistad más que la de todos los reyes y príncipes del resto del mundo, y sólo con Carlos tuvo atenciones y munificencias. Lo demostró cuando los embajadores de Carlos, después de ofrendar sus presentes al Santo Sepulcro en el lugar de la Resurrección del Señor, le fueron a saludar. No se contentó con acceder a sus peticiones, sino que renunció en favor de Carlos al dominio sobre los lugares santificados por los misterios de la Redención e hizo acompañar a los enviados francos en su regreso por una embajada cargada de considerables presentes; telas, aromas y otros perfumes del Oriente, que vinieron a añadirse al que le había hecho algunos años antes para responder a su deseo, al enviarle el único elefante de que disponía por entonces.

 

Carlomagno en su vida privada.

(XVIII) Hablaré ahora de sus cualidades morales, de su extraordinaria constancia en todas las coyunturas felices o infelices y, de una manera general, de todo lo que toca a su vida privada e íntima.

Cuando, después de la muerte de su padre, gobernó el reino a medias con su hermano, soportó con tal paciencia el odio y los celos de este último que todos se sorprendieron de no verlo arrebatarse contra él.

Enseguida, por los consejos de su madre, desposó a la hija del rey de los lombardos Didiero. La repudió al cabo de un año, no se sabe por qué, y casó con Hildegarda, una suaba de la alta nobleza. Tuvo tres hijos, Carlos, Pipino y Luis, y otras tantas hijas, Rotruda, Berta y Gila. Tuvo además otras tres hijas, Teodrada, Hiltruda y Rotaida, las dos primeras de su esposa Fastrada, una germana de la raza de los francos orientales, la tercera de una concubina cuyo nombre ahora se me escapa. Habiendo muerto Fastrada, desposó a la alamana Liutgarda, de la cual no tuvo hijos. Después de la muerte de ésta, tuvo cuatro concubinas: Madelgarda, que le dio una hija llamada Rotilda; Gervinda, una sajona, de la cual nació una hija llamada Adeltruda; Reina, que le dio a Drogón y Hugo; y Adelinda, de la cual tuvo a Tierri.

Su madre, Bertrada, envejeció cerca suyo rodeada de honores; pues él era a su consideración tan pleno de respeto que jamás surgió entre ellos la menor discordia, salvo cuando él se divorció de la hija del rey Didiero que ella le había impulsado a tomar por mujer. Ella terminó por morir después del deceso de Hildegarda, habiendo visto ya en la casa de su hijo tres nietos y el mismo número de nietas. El la hizo inhumar con gran pompa en la basílica de San Dionisio, donde reposa también su padre.

No tenía más que una hermana, llamada Gila, dedicada a la vida religiosa desde su juventud y a la que rodeó de los mismos cuidados que su madre. Murió ella pocos años antes que él en el monasterio donde su vida había transcurrido.

 

(XIX) Quiso que sus hijos, los varones como las niñas, fuesen desde el comienzo iniciados en las artes liberales, estudios a los cuales él mismo se aplicaba; después a sus hijos, cuando les llegó la edad, hizo enseñar a montar a caballo, siguiendo la costumbre franca, a manejar las armas y a cazar; en cuanto a sus hijas, para evitarles embotarse en la ociosidad, las hizo aprender el trabajo de la lana así como el manejo de la rueca y el huso e hizo que se les enseñara todo lo que permitía formar una mujer honesta.

De todos sus hijos, no perdió más que dos hijos y una hija: Carlos, el primogénito; Pipino, que había hecho rey de Italia; y a Rotruda, la más vieja de sus hijas, que había sido prometida al emperador griego Constantino. Pipino dejó un hijo -Bernardo- y cinco hijas -Adelaida, Atula, Gondrada, Bertraida, Teodrada- a las cuales el rey testimonió su afecto decidiendo que el hijo sucediera a su difunto padre y que las hijas fueran educadas con las suyas propias. Soportó la muerte de sus hijos y de su hija con menos resignación de la que se hubiera esperado de su extraordinaria fortaleza de espíritu: su corazón era tan bueno que no pudo contenerse y se deshizo en llanto.

Asimismo, cuando se le anunció el deceso del pontífice romano Adriano, su amigo predilecto, lloró como si hubiera perdido un hermano o un hijo querido. Puesto que, en la amistad, era perfectamente equilibrado: dándose fácilmente, con una fidelidad a toda prueba, prometiéndose a aquellos con los que lo ligaba el afecto más sagrado.

Tomó en la educación de sus hijos tal cuidado que, cuando estaban con él, no cenaba nunca sin ellos y que, sin ellos, nunca se ponía en marcha. Sus hijos cabalgaban a su lado; sus hijas les seguían cerrando la marcha, con algunos guardias encargados de velar por ellas.

 

(XX) Tuvo de una concubina un hijo llamado Pipino, del cual todavía no he hablado, agradable de figura, pero jorobado. Simulando una enfermedad, mientras su padre, en lucha con los hunos, pasaba el invierno en Baviera, complotó contra él con algunos francos de la nobleza, que lo habían ganado para su causa prometiéndole la corona. Tales maniobras habiendo sido descubiertas y habiendo sido los rebeldes condenados, el rey lo autorizó a recibir la tonsura en el convento de Prüm y, según el deseo que había expresado, a consagrarse a la vida religiosa.

Anteriormente otro peligroso complot había estallado contra el rey en Germania. Algunos de los autores fueron castigados con la pérdida de la vista, otros fueron liberados sin penas corporales, todos fueron enviados al exilio; pero ninguno fue muerto, salvo tres de entre ellos que, defendiéndose con las armas en la mano para evitar ser tomados prisioneros, y habiendo asimismo ocasionado algunas víctimas, fueron asesinados a falta de poder ser dominados de otra manera.

De esos complots, la crueldad de la reina Fastrade fue, se cree, la causa inicial: si se conspira, en los dos casos, contra el rey, es porque, por satisfacer la crueldad de su esposa, él estaba, al parecer, terriblemente alejado de su bondad natural y de su mansedumbre acostumbrada. Con la cual, todo el resto de su vida, en su casa o fuera de ella, supo tan bien conciliarse la simpatía y el afecto de todos, que nadie le hizo jamás el menor reproche de una injusta violencia.

 

(XXI) Amaba a los extranjeros y los acogía con grandes cuidados. Así su número fue tal rápidamente que se puede decir, no sin razón, que llegaron a constituir no sólo una pesada carga para el palacio, sino para el reino. Pero tenía la suficiente grandeza de espíritu como para no mostrarse afectado y para encontrar en la reputación de largueza y en el buen renombre que esta actitud le valía una compensación frente a todos sus pesares.

 

(XXII) De una amplia y robusta espalda, era de talla elevada, sin nada de excesivo por otra parte, ya que medía siete pies de altura. Tenía la cima de la cabeza redondeada, ojos grandes y vivaces, la nariz un poco más larga que la media, de bellos cabellos blancos, de carácter alegre y extrovertido. También daba, exteriormente, sentado como de pie, una fuerte impresión de autoridad y de dignidad. Bien que su cuello era craso y muy corto y su vientre muy salido, las armoniosas proporciones de su cuerpo disimulaban tales defectos. Tenía el paso firme, el porte viril. La voz era clara, sin convenir sin embargo completamente a su físico. Dotado de una buena salud, no enfermó sino en los cuatro últimos años de su vida, cuando fue presa de frecuentes accesos de fiebre y terminó incluso cojeando. Pero no hacía caso entonces sino a su cabeza, en lugar de escuchar las advertencias de sus médicos, a los que había tomado aversión porque le habían aconsejado renunciar a las carnes asadas a las cuales estaba habituado, y a sustituirlas por viandas cocidas.

Se entregaba asiduamente a la equitación y a la caza. Era un gusto que tenía de nacimiento, porque no hay pueblo en el mundo que, en sus ejercicios, pueda igualar a los francos. Le gustaban también las aguas termales y frecuentemente se entregaba al placer de la natación, donde destacaba hasta el punto de no ser sobrepasado por nadie. Fue eso lo que lo llevó a construir un palacio en Aquisgrán y a residir allí en forma permanente en los últimos años de su vida. Cuando se bañaba, la compañía era numerosa: además de sus hijos, sus principales, sus amigos, también algunas veces la multitud de sus guardias personales eran invitados a compartir su esparcimiento y llegaba a haber en el agua con él hasta cien personas o más.

 

(XXIII) Llevaba el vestido nacional de los francos: sobre el cuerpo, una camisa y un calzoncillo de lino; encima, una túnica bordada de seda y un pantalón; unas cintillas alrededor de las piernas y los pies; un chaleco de piel de nutria o de rata le protegía en invierno la espalda y el pecho; se envolvía en un sayo azul y tenía siempre colgando a un costado una espada cuya empuñadura y vaina eran de oro o plata. Algunas veces ceñía una espada decorada con pedrerías, pero sólo los días de grandes fiestas o cuando tenía que recibir a embajadores extranjeros. Si embargo, desdeñaba los vestidos de otras naciones, incluso los más bellos, y, cualquiera que fuesen las circunstancias, se rehusaba a ponérselos. No hizo excepción sino en Roma donde, una primera vez a petición del Papa Adriano y una segunda vez a instancias de su sucesor León, vistió la larga túnica y la clámide y calzó zapatos a la moda de los romanos. Los días de fiesta llevaba un vestido tejido de oro, calzados decorados con pedrerías, una fíbula de oro para abrochar su sayo, una diadema del mismo metal y decorada también con pedrería; pero los demás días, su vestimenta difería poco de las de los hombres del pueblo o del común.

 

(XXIV) Se mostraba sobrio en el comer y el beber, sobre todo en el beber: ya que la embriaguez, que proscribió tanto para él como para los suyos, le causaba horror en quienquiera que fuese. En la comida, le era difícil limitarse tanto, y se quejaba con frecuencia por serle incómodos los ayunos.

Se regalaba con banquetes muy raramente, y solamente en las grandes fiestas, y siempre con gran compañía. Normalmente, la cena no se componía sino de cuatro platos, fuera del asado que los monteros tenían costumbre de poner en la asadera y que era su plato predilecto. Durante la comida, escuchaba un poco de música o alguna lectura. Se le leía la historia y los relatos de la Antigüedad. Le gustaba también hacerse leer las obras de San Agustín y, en particular, aquella titulada La Ciudad de Dios.

Era tan sobrio en el vino y en toda clase de bebidas que bebía raramente más de tres veces por comida. En verano, después de la comida del mediodía, tomaba algunas frutas, se volcaba una vez más a beber, después, desvistiéndose y descalzándose cuando ya era de noche, reposaba dos o tres horas. En la noche su sueño era interrumpido cuatro o cinco veces, y no sólo se despertaba, sino que se levantaba cada vez.

Una vez vestido, recibía diversas personas fuera de sus amigos. Si el conde de palacio le señalaba un proceso que reclamaba una decisión de su parte, hacía rápidamente introducir a palacio a los litigantes y, como si estuviera en un tribunal, escuchaba la exposición del asunto y pronunciaba sentencia. Era también el momento cuando regulaba el trabajo de cada servicio y daba sus órdenes.

 

(XXV) Tenía una elocuencia copiosa y exuberante, expresando con suma facilidad todo lo que quería. No contento con su lengua, se afanó en aprender extranjeras. Aprendió el latín tan bien que se expresaba indiferentemente en esa lengua o en la lengua materna. No fue lo mismo con el griego, que podía comprenderlo mejor que hablarlo. Más encima, tenía una soltura de palabra que rayaba casi en el exceso.

Cultivaba con pasión las artes liberales y, lleno de veneración hacia quienes las enseñaban, los colmaba de honores. En el estudio de la gramática, seguía las lecciones del diácono Pedro de Pisa, entonces en su vejez; en las otras disciplinas, su maestro fue Alcuino, llamado Albinus, diácono también, un sajón originario de Bretaña, el hombre más sabio que existía entonces. Consagró mucho tiempo y esfuerzo en aprender junto a él la retórica, la dialéctica y sobre todo la astronomía. Aprendió el cálculo y se aplicó con atención y sagacidad a estudiar el curso de los astros. Quiso también aprender a escribir y tenía el hábito de colocar bajo el almohadón de su cama tablas y hojas de pergamino, con el fin de aprovechar sus instantes de ocio para ejercitarse dibujando letras; pero como se aplicó tardíamente, el resultado fue mediocre.

 

(XXVI) Practicó escrupulosamente y con gran fervor la religión cristiana, en la cual había estado imbuido desde su más tierna infancia. Incluso construyó en Aquisgrán una basílica de gran belleza, que adornó de oro y plata y candelabros, como también de balaustradas y de puertas de bronce macizo; y, como no podía procurarse de otra parte las columnas y los mármoles necesarios para su construcción, los hizo traer de Roma y Ravenna.

No dejaba nunca, cuando gozaba de buena salud, de ir a aquella Iglesia mañana y tarde; volvía para el oficio de noche y para la misa. Velaba con solicitud en todo lo que allí pasaba con el más grande decoro, y frecuentemente recomendaba a los sacristanes velar en lo que allí se aportaba para no dejar nada impropio o indigno de la santidad del lugar. La proveyó ampliamente de vasos sagrados de oro y de plata y de una cantidad suficiente de vestidos sacerdotales para que nadie -ni los porteros, que están en el último escalón de la jerarquía eclesiástica- se encontrara en la necesidad de ejercer su ministerio en vestidos comunes.

Se empleó también con diligencia en corregir la manera de leer y de salmodiar, siendo él mismo muy experimentado en la materia, aunque no leía en público y no cantaba sino a media voz con el resto de la concurrencia.

 

(XXVII) Solícito en socorrer a los pobres y en hacer aquellas larguezas desinteresadas que los griegos llaman "limosnas" (eleemosyne), no la empleó solamente en su patria y su reino, sino que tenía la costumbre de enviar dinero más allá de los mares: a Siria, a Egipto y a Africa -a Jerusalén, Alejandría y Cartago, donde él había sabido que vivían en la pobreza cristianos en quienes la miseria excitaba su compasión; y si buscó la amistad de los reyes de ultramar, fue sobre todo para procurar a los cristianos que se encontraban bajo su dominación algún alivio y algún consuelo.

Más que todos los otros lugares santos y venerables, la Iglesia del bienaventurado apóstol Pedro en Roma era objeto de su devoción. Consagró para dotarla cantidades de oro, de plata y de piedras preciosas; envió a los pontífices ricos e innumerables presentes; y en ningún momento de su reinado nada le agradó más a su corazón que el trabajar con todos sus medios y emplear todas sus fuerzas en restablecer el antiguo renombre de Roma y asegurar por su generosidad a la Iglesia de San Pedro, además de la seguridad y la protección, los ornamentos y una fortuna que la colocaran por sobre todas las otras. Y, sin embargo, él no fue sino cuatro veces en el curso de los cuarenta y siete años de su reinado para cumplir con sus votos y hacer sus devociones.

 

(XXVIII) El último viaje que Carlos hizo a Roma tuvo, pues, otras causas. Los romanos habían colmado de violencias al pontífice León -saltándole los ojos y cortándole la lengua- y le habían constreñido a implorar la ayuda del rey. Viniendo pues a Roma para restablecer la situación de la Iglesia, fuertemente comprometido por estos incidentes, pasó allí el invierno. Fue entonces que recibió el título de emperador y de augusto. Se mostró al principio tan descontento que habría renunciado, afirmaba, a entrar en la Iglesia ese día, bien que era día de gran fiesta, si hubiera sabido de antemano el plan del pontífice. No soportaba sino con una gran paciencia la envidia de los emperadores romanos, que se indignaron por el título que había tomado, y gracias a su magnanimidad que tanto lo elevaba por sobre ellos, llegó, enviándoles numerosas embajadas y dándoles el título de "hermanos" en sus cartas, a vencer finalmente su resistencia.

 

(XXIX) Cuando hubo adquirido el título imperial, observando que había en las leyes de su pueblo múltiples lagunas -pues los francos tenían dos leyes, muy diferentes entre sí en muchos puntos- se propuso completarlas, haciéndolas concordar al mismo tiempo que corrigiendo los errores y las faltas de redacción; pero no llevó a cabo su proyecto, sino que se contentó al menos con insertar en el texto, sin tampoco acabarlo, un pequeño número de artículos adicionales. Al menos hizo reunir y consignar por escrito las leyes, transmitidas hasta entonces por tradición oral, de todos los pueblos que estaban bajo su dominio.

Transcribió también, para que el recuerdo no se perdiera, los más antiguos poemas bárbaros que cantaban la historia y las guerras de los viejos reyes. Concibió, por otra parte, una gramática de la lengua nacional.

A todos los meses dio nombre en su lengua materna, y hasta ahora entre los francos se les designa a unos por su nombre latino y a otros por su nombre bárbaro; lo mismo hizo para cada uno de los doce vientos, de los cuales cuatro a lo más eran designados antes que él en su lengua. Para los meses los nombres elegidos fueron los siguientes: enero, wintarmanoth; febrero, hornung; marzo, lentzinmanoth; abril, ostarmanoth; mayo, winemanoth; junio, brachmanoth; julio, heuvimanoth; agosto, aranmanoth; septiembre, witumanoth; octubre, windumemanoth; noviembre, herbistmanoth; diciembre, heilagmanoth. Para los vientos, decidió que el viento del este sería llamado ostroniwint, el del sudeste ostsundroni, el del sudsudeste sundostroni, el del sur sundroni, el del sudsudoeste sundwestroni, el del sudoeste westsundroni, el del oeste westroni, noroeste westnordroni, el del nornoroeste nordwestroni, el del norte nordroni, el del nornordeste nordostroni, el del nordeste ostnordroni.

 

La muerte de Carlomagno

(XXX) Al final de su vida, cuando ya se encorvaba bajo el peso de la enfermedad y la vejez, hizo llamar cerca de sí al rey Luis de Aquitania, el único hijo que le quedaba de su matrimonio con Hildegarda, y, en presencia de los principales de todo el reino franco, reunidos en asamblea general, con el consentimiento de todos, lo asoció al gobierno del conjunto del reino y lo designó como heredero del título imperial; después, habiéndole puesto la diadema sobre la cabeza, prescribió llamarle en adelante emperador y augusto. La decisión fue recibida muy favorablemente por toda la concurrencia, pues parecía inspirada por Dios para el bien del reino. Su majestad se acrecentó entonces y las naciones extranjeras experimentaron un gran terror. Después, envió a su hijo a Aquitania y, en cuanto a él, a pesar de su edad, partió, como de ordinario, a la cacería en los alrededores de su palacio de Aquisgrán, empleando así el otoño, para volver enseguida a Aquisgrán hacia las calendas de noviembre.

Como pasó allí el invierno, fue presa, en el mes de enero, de una fuerte fiebre y debió guardar cama. Inmediatamente, como hacía habitualmente en caso de fiebre, se puso a dieta, pensando poder así eliminar la enfermedad o al menos atenuarla. Pero la fiebre se complicó con un dolor al costado -lo que los griegos llaman pleuresía- y como continuaba observando la dieta y no sostenía su cuerpo más que con ciertas raras bebidas, el séptimo día después de haberse acostado, habiendo recibido la santa comunión, murió a los setenta y dos años y en el cuadragésimo séptimo de su reinado, el cinco de las calendas de febrero, en la hora tercia del día.

 

(XXXI-XXXII) Su cuerpo, siguiendo el rito, una vez lavado y amortajado, fue llevado a la iglesia e inhumado en medio de la desolación del pueblo todo. Se dudaba primero sobre el lugar donde debería reposar, ya que, en vida, nada había prescrito al respecto. Finalmente se acordó reconocer que ningún emplazamiento podría convenir mejor para su tumba que la basílica que él mismo había construido a su costa en Aquisgrán por amor de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo y en honor de su Santa Madre, eternamente virgen. Se le enterró el mismo día de su muerte y se puso su tumba bajo un arco dorado con su retrato y una inscripción, cuyo texto era éste:

BAJO ESTA PIEDRA REPOSA EL CUERPO DE CARLOS, GRANDE Y ORTODOXO EMPERADOR, QUE NOBLEMENTE ACRECENTO EL REINO DE LOS FRANCOS Y DURANTE XLVII AÑOS LO GOBERNO FELIZMENTE. MURIO SEPTUAGENARIO EL AÑO DEL SEÑOR DCCCXIV, INDICCION VII, EL V DE LAS CALENDAS DE FEBRERO

 

Numerosos presagios habían marcado la aproximación de su fin, no dejando duda alguna a nadie -a él mismo más que a ningún otro- sobre la inminencia del instante decisivo.

Los tres años antes, en los últimos tiempos de su vida, hubo frecuentes eclipses de sol y de luna; durando siete días, se notó en el sol una marca de color negro. Un pórtico que el rey había hecho levantar con gran cantidad de materiales entre la basílica y el palacio se derrumbó súbitamente por completo el día de la Ascensión del Señor. Después, habiendo el fuego tomado por azar el puente de madera que él había puesto sobre el Rhin en Maguncia -ese puente que había demandado más de diez años de ruda labor y que había sido tan admirablemente construido que parecía iba a ser eterno- el incendio creció tan rápido que al cabo de tres horas, excepción hecha de aquellas partes cubiertas por el agua, se consumió por entero y de él no quedó ni una tabla.

Carlos mismo fue víctima de un accidente significativo en el curso de una expedición a Sajonia contra el rey danés Godefrido. Un día que había dejado el campo y se había puesto en marcha antes de que el sol se levantara, vio repentinamente una antorcha descender milagrosamente desde un cielo sereno y atravesar el aire de derecha a izquierda. Y mientras se preguntaba qué es lo que significaba ese fenómeno, el caballo que montaba bajó bruscamente la cabeza y cayó precipitándolo a tierra con tal violencia que la fíbula de su manto se rompió y la vaina de su espada fue arrancada. Cuando sus servidores, testigos del accidente, se precipitaron para levantarlo, le encontraron sin armas, sin manto, y se recogió al menos a veinte pies de distancia un venablo que se le había escapado de las manos en el momento de su caída.

A ello se vinieron a sumar frecuentes sacudidas que remecieron el palacio de Aquisgrán y continuos crujidos en el techo de las habitaciones donde él estaba. Después un rayo cayó sobre la basílica donde más tarde fue enterrado, arrancando el remate de oro que pasaba por encima del techo y lo proyectó sobre la casa vecina, que servía de residencia al obispo. Por otra parte, había allí en la basílica, sobre el contorno de la parte del muro comprendida entre los arcos de la base y aquellos de la parte superior, una inscripción en letras rojas indicando el nombre del fundador de la iglesia. En el último verso se leían las palabras "...KAROLUS PRINCEPS" ("...el príncipe Carlos"). Pues bien, ciertas personas hicieron notar que el año mismo de su muerte, algunos meses antes, las letras de la palabra PRINCEPS estaban de tal forma borradas que no se podían descifrar.

 

El testamento de Carlomagno.

Resolvió hacer un testamento en tales términos que instituyó en parte por herederos a sus hijos e hijas y a los hijos que había tenido de sus concubinas; sin embargo, lo concibió muy tarde y no lo pudo terminar. Al menos procedió, tres años antes de morir, a repartir sus tesoros, su fortuna, sus vestidos y sus muebles, en presencia de sus amigos y de sus oficiales; recomendóles velar, después de su muerte, por el mantenimiento de la repartición prevista y hacer consignar por escrito las decisiones tomadas en relación a cada parte.

He aquí las disposiciones del texto de tal acto:

EN EL NOMBRE DEL SEÑOR DIOS TODOPODEROSO, DEL PADRE, DEL HIJO Y DEL ESPIRITU SANTO, ESTA ES LA DIVISION Y LA REPARTICION QUE EL MUY GLORIOSO Y MUY PIADOSO SEÑOR CARLOS, EMPERADOR AUGUSTO, EL AÑO DE LA ENCARNACION DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO 811, 43º DE SU REINADO EN FRANCIA, 36º DE SU REINADO EN ITALIA Y AÑO 11º DEL IMPERIO, EN LA 4ª INDICCION, POR UNA IDEA PIADOSA Y SABIA Y CON LA GRACIA DE DIOS, HA DECIDIDO HACER DE SUS TESOROS Y DE LA PLATA QUE, HASTA ESE DIA, HA HALLADO EN SU CAMARA.

ASI PROCEDIENDO, HA QUERIDO NO SOLO ASEGURAR UNA DISTRIBUCION METODICA Y RAZONABLE DE SU FORTUNA BAJO LA FORMA DE LAS LIMOSNAS, CONTINUANDO CON LA TRADICION CRISTIANA, SINO TAMBIEN Y SOBRE TODO HACER CONOCER A SUS HEREDEROS CLARAMENTE Y SIN NINGUNA AMBIGÜEDAD LO QUE DEBERA SERLES ENTREGADO Y HACER ENTRE ELLOS, SIN IMPUGNACION NI DISPUTA, UNA REPARTICION EQUITATIVA.

CONFORME A ESTA INTENCION Y A ESE DESEO, COMENZO POR DIVIDIR EN TRES TODAS LAS SUMAS Y LOS BIENES MUEBLES QUE, EN FORMA DE ORO, DE PLATA, DE PIEDRAS PRECIOSAS O DE ORNAMENTOS REALES, HABIAN PODIDO ENCONTRARSE ESE DIA, COMO YA SE DIJO, EN SU CAMARA. EL SE RESERVO INTEGRAMENTE UN TERCIO; DESPUES EL SUBDIVIDIO LOS OTROS DOS TERCIOS EN VEINTIUNA PARTES CORRESPONDIENTES A LAS VEINTIUNA CIUDADES METROPOLITANAS COMPRENDIDAS, COMO SE SABE, EN EL REINO; Y DECIDIO QUE DEBERA HACERSE EL ENVIO DE CADA UNA DE ESAS PARTES A CADA UNO DE LOS METROPOLITANOS POR SUS HEREDEROS Y AMIGOS A TITULO DE LIMOSNA Y QUE CADA UNO DE LOS OBISPOS QUE SERA ENCARGADO DEL GOBIERNO DE LAS IGLESIAS METROPOLITANAS DEBERA, DESPUES DE HABERSELE DADO SU PARTE, DIVIDIRLA A SU VEZ ENTRE SUS SUFRAGANEOS DE LA MANERA SIGUIENTE: UN TERCIO PARA SU IGLESIA, LOS DOS OTROS TERCIOS DIVIDIDOS ENTRE SUS SUFRAGANTES. LAS PARTES DISTRIBUIDAS A LOS VEINTIUN METROPOLITANOS EN ESTA REPARTICION DE LOS DOS PRIMEROS TERCIOS HAN SIDO PUESTAS SEPARADAMENTE BAJO SELLOS Y DEPOSITADAS EN SU COFRE CON LA INDICACION SOBRE DE CADA UNO DE ELLOS DEL NOMBRE DE LA CIUDAD A LA CUAL DEBERA SER REMITIDO. EL NOMBRE DE LAS METROPOLIS QUE DEBERAN RECIBIR ESTAS LIMOSNAS O LARGUEZAS SON: ROMA, RAVENNA, MILAN, FRIOUL, GRADO, COLONIA, MAGUNCIA, JUVAVUM (SALZBURGO SEGUN SU OTRO NOMBRE), TREVERIS, SENS, BESANÇON, LYON, ROUEN, REIMS, ARLES, VIENNE, TARANTAISE, EMBRUN, BORDEAUX, TOURS, BOURGES.

RESPECTO DEL TERCIO PUESTO EN RESERVA, DECIDIO QUE SE LE USARIA DE LA SIGUIENTE MANERA: A DIFERENCIA DE LOS DOS OTROS TERCIOS REPARTIDOS COMO HA SIDO DICHO Y GUARDADOS BAJO SELLOS, EL TERCER TERCIO, COMPRENDIENDO BIENES DE LIBRE DISPOSICION DE SU DUEÑO, SERA DISPUESTO PARA SUS NECESIDADES COTIDIANAS EN TANTO EL VIVA Y JUZGUE NECESARIO TENERLAS.

DESPUES DE SU MUERTE O DE SU RENUNCIA VOLUNTARIA A LAS COSAS DE ESTE MUNDO, ESA PORCION DE SUS BIENES SERA SUBDIVIDIDA EN CUATRO: UN CUARTO DEBERA IR A ENGROSAR LAS VEINTIUNA PARTES PRECEDENTEMENTE INDICADAS; OTRO CUARTO DEBERA SER REMITIDO A SUS HIJOS E HIJAS Y A LOS HIJOS E HIJAS DE SUS HIJOS PARA SER REPARTIDO ENTRE ELLOS JUSTA Y RAZONABLEMENTE. EL TERCER CUARTO DEBERA, SEGUN LA COSTUMBRE CRISTIANA, SER DISTRIBUIDO A LOS POBRES; EL CUARTO CUARTO, EN FIN, DE LA MISMA MANERA, DEBERA SER DONADO EN LIMOSNAS BAJO LA FORMA DE AYUDA A LOS SERVIDORES DE LOS DOS SEXOS QUE SIRVEN EN PALACIO. A ESE ULTIMO TERCIO DEL CONJUNTO DE SU FORTUNA, COMPUESTO COMO LOS OTROS DOS TERCIOS DE ORO Y PLATA, DECIDIO AGREGAR TODOS LOS VASOS Y UTENSILIOS DE BRONCE, DE HIERRO O DE OTRO METAL, SUS ARMAS, SUS VESTIMENTAS Y TODOS SUS BIENES MUEBLES, PRECIOSOS O DE USO CORRIENTE, COMO CORTINAJES, COBERTORES, TAPICES, FIELTROS, PIELES, ATAVIOS, Y TODO LO QUE ESE DIA SE HABIA ENCONTRADO EN SU CAMARA Y EN SU VESTIDOR, A FIN DE ACRECENTAR OTRO TANTO LOS LOTES DE ESA PORCION Y PERMITIR LA ATRIBUCION DE ESAS LIMOSNAS A UN MAYOR NUMERO DE PERSONAS. EN LO QUE RESPECTA A LOS BIENES DE LA CAPILLA, ES DECIR, DEL SERVICIO ECLESIASTICO, RESOLVIO QUE PERMANECIERAN INTACTOS SIN SER OBJETO DE NINGUNA DIVISION, NI LOS QUE EL HABIA DONADO Y REUNIDO POR SI MISMO NI LOS QUE PROVENIAN DE LA HERENCIA PATERNA. PERO SI SE ENCUENTRAN VASOS O LIBROS U OTROS ORNAMENTOS DE LOS QUE HAYA CONSTANCIA QUE NO FUERON DONADOS, PODRA COMPRARLOS QUIEN LOS QUIERA, A CONDICION DE PAGAR UN PRECIO JUSTO; ASIMISMO, RESPECTO DE LOS LIBROS QUE EL HABIA REUNIDO EN GRAN NUMERO EN SU BIBLIOTECA, DECIDIO QUE PODRAN SER VENDIDOS AL QUE QUIERA COMPRARLOS A SU JUSTO PRECIO, Y LAS SUMAS ASI REUNIDAS DEBERAN SER DISTRIBUIDAS ENTRE LOS POBRES.

ENTRE SUS TESOROS Y SUS RIQUEZAS, SE SABE QUE FIGURABAN ENTONCES TRES MESAS DE PLATA Y UNA MESA DE ORO DE UN TAMAÑO Y UN PESO CONSIDERABLES. DECIDIO Y DECRETO QUE UNA DE ELLAS, DE FORMA CUADRANGULAR, SOBRE LA QUE ESTABA TRAZADO EL PLANO DE CONSTANTINOPLA, FUESE, CON LAS OTRAS OFRENDAS PREVISTAS PARA TALES EFECTOS, ENVIADA A ROMA PARA LA BASILICA DEL BIENAVENTURADO APOSTOL PEDRO; QUE OTRA, DE FORMA REDONDA, SOBRE LA QUE ESTA REPRESENTADA LA CIUDAD DE ROMA, SERA ATRIBUIDA AL OBISPO DE RAVENNA; LA TERCERA, LA MAS BELLA Y MAS PESADA DE TODAS, SOBRE LA QUE ESTA DIBUJADA EN TRAZOS FINOS Y MENUDOS UNA CARTA DE TODO EL MUNDO EN LA FORMA DE TRES CIRCULOS CONCENTRICOS, Y LA MESA DE ORO, QUE HA SIDO DESIGNADA COMO LA CUARTA, DEBERAN AGREGARSE A AQUELLA DE LAS TRES PORCIONES CUYA PARTICION HA SIDO PREVISTA ENTRE LOS HEREDEROS Y LOS BENEFICIARIOS DE LIMOSNAS.

TALES DECISIONES Y DISPOSICIONES HAN SIDO TOMADAS Y ORDENADAS EN PRESENCIA DE OBISPOS Y ABADES Y CONDES QUE ALLI SE ENCONTRABAN Y CUYOS NOMBRES SON:

OBISPOS: HILDEBALD, RICOLF, ARN, WOLFAR, BERNOIN, LAIDRAD, JUAN, TEODULFO, JESE, HEITON, WALTGAUD.

ABADES: FRIDUGIS, ADALUNG, ANGILBERT, IRMINON.

CONDES: WALAH, MEGINHER, OTULF, ESTEBAN, NROC, BURCHARD, MEGINHARD, HATTON, RICOUIN, EDO, ERCHANGER, GEROLD, BERO, HILDEGERN, ROCOLF.

Habiendo estado presente en este acto Luis, hijo de Carlos y su sucesor por la voluntad divina, se ocupó él rápidamente después de la muerte de su padre y en los más mínimos detalles de hacer cumplir escrupulosamente todos los artículos.

 

Fragms. escogidos de: 1. Halphen, L., C.H.F., 2ª Ed., 1938, en: Tessier, G., Charlemagne, Albin Michel, 1967, Paris, pp. 195-215. Trad. del francés por José Marín R. 2. Barrios, M., Fuentes para la Historia de Carlomagno, Memoria Inédita, UCV, 1966, Valparaíso, pp. 27 y s., 38, 39, 41 y s., 43 y s.