MUERTE DE ATILA (453

 

Atila, según refiere el historiador Prisco, casó al tiempo de morir con una joven muy hermosa, llamada Idlica, después de haber tenido considerable número de mujeres, según costumbre de su país. El día de las bodas se entregó a profunda alegría; y después, como abrumado por el vino y por el sueño, se acostó sobre la espalda; su sangre, demasiado abundante, no pudo salir por la nariz, como de ordinario, y tomando dirección funesta, cayó sobre el pecho y le ahogó. De esta manera, aquel rey que se había distinguido en tantas guerras, encontró vergonzosa muerte en medio de la embriaguez. Al día siguiente, cuando tocaba ya a su fin, los servidores del rey, cediendo a grandes zozobras, rompieron las puertas, después de llamarle a grandes gritos, encontráronle ahogado por la sangre, sin heridas, y a la joven cabizbaja, llorando bajo su velo. Entonces, según costumbre de la nación, cortáronle parte de la cabellera y le hicieron en el rostro profundas incisiones que aumentaron su fealdad. Querían llorar a aquel gran guerrero, no como mujeres, con gemidos y lágrimas, sino con sangre, como hombres que eran. He aquí un prodigio que ocurrió en aquella ocasión. Marciano, emperador de Oriente, en medio de las inquietudes que le ocasionaba enemigo tan terrible, vio aquella noche en sueños aparecérsele la divinidad mostrándole roto el arco de Atila, aquel arco en que fundaba todas sus esperanzas la nación de los hunos. El historiador Prisco pretende poseer testimonios irrecusables en apoyo de este hecho. Verdad es que Atila se había hecho tan temible a los grandes imperios, que el cielo parecía conceder una gracia a los reyes quitándole la vida. No debemos prescindir de referir, aunque brevemente, de qué manera celebró su nación los funerales. Expusieron solemnemente su cuerpo en medio de los campos, en una tienda de seda, con objeto de que pudiesen contemplarlo. Los jinetes más distinguidos entre los hunos corrían, como se hace en los juegos del circo, alrededor del paraje donde estaba colocado, y referían sus hazañas en el siguiente cántico fúnebre: "El más grande entre los reyes de los hunos es Atila, hijo de Mondzuco. Ha sido dueño de las naciones más valientes; él solo ha poseído la Scitia y la Germania, reuniendo sobre su cabeza un poder hasta entonces inaudito. El también llevó el terror a los dos imperios romanos; él, quien, después de haberse apoderado de las ciudades, salvó del pillaje el resto, dejándose conmover por las súplicas y contentándose con un tributo anual. Y después de haber realizado estas cosas, en medio de su felicidad, ha muerto, no por mano de enemigo, no por traición de los suyos, sino sin dolor, en medio del regocijo, en el seno de su nación floreciente. ¿Puede decirse que ha muerto aquel a quien nadie cree deber vengar?". Después de expresar su desolación de esta manera, celebraron sobre su tumba un gran festín, una strava, según lo llaman; y, entregándose sucesivamente a los sentimientos más opuestos, mezclaban la alegría con el duelo de los funerales. Encerraron el cuerpo de Atila en tres féretros, el primeros de oro, el segundo de plata y el tercero de hierro, dando a entender con esto que el rey lo había poseído todo; el hierro para domeñar las naciones; el oro y la plata en señal de los honores con que había revestido los dos imperios. A estos emblemas añadieron los trofeos de las armas tomadas al enemigo, collares enriquecidos con diferentes piedras preciosas, y en fin, los diversos ornamentos con que se adorna los palacios de los reyes. Y con objeto de preservar tales riquezas de la codicia de los hombres, mataron a los obreros empleados en los funerales, dándoles tan horrible salario; de manera que en el mismo momento la muerte se cernió sobre el cadáver sepultado y sobre los que acababan de sepultarlo.

 

Jordanes, Historia de los Godos, XLIX, en: Ammiano Marcelino, Historia del Imperio Romano, Trad. de N. Castilla, Librería de la Viuda de Hernando y Cía, 1896, Madrid, vol. 2, pp. 390 y s.