SAN JERÓNIMO, EPIST. III, A SU AMIGO RUFINO (374-376)

 

4. Sabed, pues, que vuestro Bonoso (quisiera decir el mío, o, hablando con más propiedad, el nuestro), sube ya aquella escala figurativa, que vio Jacob entre sueños (Gen. 28,12), lleva su cruz, no tiene cuidado de las cosas del mañana (Mat. 6,34), ni vuelve a mirar atrás. Siembra en lágrimas, para recoger en gozo (Salmo 125,6), y con el misterio de Moisés cuelga la serpiente en el desierto (Núm. 21,2). ¡Ríndanse, pues, a esta verdad los milagros mentirosamente fingidos así en el estilo romano como en el griego! He aquí un joven que se crió en nuestra compañía, enseñado en las artes honestas del mundo, que tiene abundancia de bienes y en dignidad aventaja a sus iguales, y dejando su madre, su hermana y un hermano queridísimo, vive como un nuevo morador del Paraíso en una isla, retumbante de los continuos bramidos del mar que la rodea y la azota con sus olas, cuyos riscos ásperos, desnudos peñascos y soledad desierta infunden espanto. No hay allí ningún labrador ni monje alguno, ni tampoco está a su lado en tan grande soledad su pequeño siervo Onésimo, que vos conocéis, el cual le servía como a hermano con mucha caridad. Solo vive allí, o por mejor decir, estando ya acompañado de Cristo, no está solo, ve la Gloria de Dios, la cual también los apóstoles sólo habían visto en el desierto. No mira, por cierto, las ciudades torreadas; pero ha dado su nombre a la ciudad nueva (Apoc. 21). Sus miembros aborrecen el saco deforme de que está vestido; mas de esta manera será mejor arrebatado en las nubes al encuentro con Cristo (I Tes. 4,16). No goza allí de ninguna amenidad de playas, mas bebe el agua de vida del costado del Señor (Jn. 19,30; Ap. 21,6). ¡Poned, pues, querido amigo, ante vuestros ojos toda esta realidad, contemplándola con todo vuestro corazón y vuestra inteligencia! Sólo entonces podréis exaltar la victoria, cuando hubiéreis conocido el trabajo del que así pelea. Considerad cómo el mar insano brama furioso alrededor de la isla, afluyendo a las sinuosas barrancas y cayendo atrás sobre los escollos con gran estruendo (Geor. III, 261). La tierra allí carece de vegetación, y no hay plantas que con sus sombras os protejan contra el sol del verano. Unas peñas abiertas lo encierran todo como una cárcel horrorosa. Pero él vive allí seguro e intrépido, sólo armado con la doctrina del apóstol (Ef. 6,11); unas veces oye a Dios, leyendo las cosas divinas, y otras habla a Dios, cuando ruega al Señor alguna cosa, y, por ventura, como San Juan, tiene visiones, mientras está en la isla (Ap. 1,9).

 

En: Huber, S., Cartas selectas de San Jerónimo, trad. de S. Huber, Ed. Guadalupe, 1945, Bs. Aires, pp.122-125.