EL HISTORIADOR NIKETAS CHONIATES HUYE DE CONSTANTINOPLA CON SU FAMILIA EN 1204

 

Conmigo compartió mi hogar cierto conocido mío, veneciano de nacimiento, pues merecía protección y, con él, su doncella y su esposa fueron resguardadas de daños físicos. Demostró sernos de ayuda en aquellos tumultuosos tiempos. Tras vestirse su armadura y convertirse de mercader en soldado, se hizo pasar por un compañero de armas y, hablando con ellos en su propia lengua bárbara, defendió que había ocupado la vivienda primero. Así ahuyentó a los expoliadores. Pero continuaron llegando en grandes oleadas y al fin desesperó de oponerse a ellos, sobre todo a los franceses, que no eran como los demás en temperamento o fuerza física y se jactaban de mostrar sólo temor al cielo. Como quiera que le fue imposible deshacerse de ellos, nos animó a escapar...

Partimos poco después, arrastrados de la mano como si hubiéramos sido asignados a él como cautivos de su lanza, y abatidos y descompuestos conocimos el camino de la huida... Los sirvientes se dispersaron en todas direcciones abandonándonos inhumanamente, pues nos vimos forzados a acarrear sobre los hombros a niños que no podían caminar y a sostener en las manos a un infante de pecho, y de esta suerte proseguimos la fuga por las calles.

Después de permanecer en la ciudad durante cinco días tras su caída, marchamos [el 17 de abril de 1204]. Era sábado, y lo que había sucedido no era un acontecimiento carente de sentido, en mi opinión, una circunstancia fortuita o una coincidencia, sino la voluntad de Dios. El día era tormentoso e invernal... A la altura de la iglesia del noble mártir Mokios, un bárbaro libertino y vil agarró delante de nuestros ojos, cual el lobo apresa al cordero, a una doncella de finas trenzas, joven hija de un juez. Ante el penoso espectáculo, toda nuestra compañía dio un grito de alarma. El padre de la muchacha, achacoso por los años y por la enfermedad, se tambaleó y cayó en un charco, quedando tendido de costado mientras gemía y se golpeaba contra el lodo; volviéndose a mí con inefable indefensión... me pidió que hiciera lo posible por liberar a su hija. Al punto retrocedí en pos de los pasos del malvado; con lágrimas en los ojos grité contra el secuestro, y convencí con gestos de súplica a las tropas que pasaban, que no eran completamente ignorantes de nuestro idioma, para que acudieran en mi ayuda, llevando incluso a algunos de la mano...

Cuando llegamos a los aposentos del vil mujeriego, éste ordenó a la muchacha que se ocultara dentro mientras él permanecía en el umbral presto a rechazar a los oponentes. Señalándole, dije: "Éste es el felón, que a plena luz del día ha desobedecido las órdenes de vuestros jefes bien nacidos... Este hombre se ha burlado de vuestros mandatos ante muchos testigos y no teme desafiar como un asno salaz el suspiro de virtuosas doncellas. Defended, pues, a los que protegen vuestras leyes y han sido puestos a vuestro cargo...".

Con tales argumentos desperté las simpatías de estos hombres, que insistieron en la liberación de la muchacha. Al principio, el bárbaro mostró desprecio, pues era presa de las dos pasiones más tiránicas, la lujuria y la ira. Mas al ver que los hombres se enfurecían en su rabia y le amenazaban con colgarle de una estaca como a hombre de baja ralea, injusto y vergonzante... se rindió, aun reacio, y entregó a la muchacha. El padre se alegró sobremanera al recuperar a su hija, derramando lágrimas como libaciones de Dios por haberla salvado de esta unión no ungida por las arras del matrimonio y los himnos de boda. Al cabo, se levantó y continuó camino con nosotros.

 

De: Harry Magoulias (tr.), O City of Byzantium, The Annals of Niketas Choniates (Detroit, Wayne State University Press, 1984), pp. 323-25, en: Miscelánea Medieval, Selección y Edición de J. Herrin, Grijalbo, 2000 (1999), Barcelona, pp. 196-197.