SAN SILVESTRE Y CONSTANTINO EL GRANDE SEGÚN LA LEYENDA
Eusebio de Cesárea compiló los datos relativos a la vida de este santo, cuya lectura fue muy recomendada a los católicos por un concilio al que asistieron setenta obispos. Así lo asegura San Blas y eso mismo se infiere de los decretos del referido concilio.
XII. 2. Al desencadenarse la persecución de Constantino contra los cristianos, Silvestre, acompañado de sus clérigos, huyó de la ciudad y se refugió en un monte. El emperador, en justo castigo por la tiránica persecución que había promovido en contra de la Iglesia, cayó enfermo de lepra; todo su cuerpo quedó invadido por esta terrible enfermedad; como resultaran ineficaces cuantos remedios le aplicaron los médicos para curarle, los sacerdotes de los ídolos le aconsejaron que probara fortuna bañándose en la sangre pura y caliente de tres mil niños que deberían ser previamente degollados. Cuando Constantino se dirigía hacia el lugar donde estaban ya los tres mil niños que iban a ser asesinados para que él se bañara en su sangre limpia y recién vertida, saliéronle al encuentro, desmelenadas y dando alaridos de dolor, las madres de las tres mil inocentes criaturas. A la vista de aquel impresionante espectáculo, el enfermo, profundamente conmovido, mandó parar la carroza y alzándose de su asiento dijo:
-Oídme bien, nobles del Imperio, compañeros de armas y cuantos estáis aquí: la dignidad del pueblo romano tiene su origen en la misma fuente de piedad de la que emanó la ley que castiga con pena capital a todo el que, aunque sea en estado de guerra, mate a un niño. ¿No supone una gran crueldad hacer con los hijos de nuestra nación lo que la ley nos prohibe hacer con los hijos de naciones extrañas? ¿De qué nos vale vencer a los bárbaros en las batallas si nosotros mismos nos dejamos vencer por nuestra propia crueldad? A los pueblos belicosos por naturaleza les resulta relativamente fácil dominar con la fuerza de las armas a los enemigos extranjeros, pero la victoria sobre vicios y pecados no se obtiene con las espadas, sino con las buenas costumbres. Cuando vencemos a gentes extrañas, les demostramos que somos más fuertes que ellas. Demostremos también al mundo que somos capaces de vencernos a nosotros mismos dominando nuestras pasiones. (...) Por esto, en esta ocasión en que al presente me encuentro, quiero que la piedad triunfe, porque quien tiene entrañas compasivas y consigue dominarse a sí mismo dominará también a los demás. Prefiero morir yo al salvar la vida de estos inocentes, a obtener la curación a costa de la crueldad que supondría asesinar a estos niños. Además, no existe seguridad alguna de que vaya a curarme por este procedimiento; en este caso en que nos encontramos lo único verdaderamente cierto es que recurrir a este remedio para procurarme mi salud personal constituiría una enorme crueldad.
...el emperador emprendió el retorno a su palacio y, estando de nuevo en él, la noche siguiente, se le aparecieron los apóstoles Pedro y Pablo y le dijeron: "Por haber evitado el derramamiento de sangre inocente, Nuestro Señor Jesucristo nos ha enviado para que te indiquemos como puedes curarte: llama al obispo Silvestre, que está escondido en el monte Soracte; él te hablará de una piscina y te invitará a que entres tres veces en ella; si lo haces quedarás inmediatamente curado de la lepra que padeces; mas tú debes corresponder a esta gracia que Jesucristo quiere hacerte, con este triple obsequio: derribando los templos de los ídolos, restaurando las iglesias cristianas que has mandado demoler, y convirtiéndote al Señor".
Aquella misma mañana, en cuanto Constantino despertó, envió a un grupo de soldados en busca de Silvestre, quien al ver que aquellos hombres armados se acercaban al lugar de su refugio, creyó que le había llegado la hora del martirio, y sin poner resistencia alguna, tras de encomendarse a Dios y exhortar a sus clérigos a que permaneciesen firmes en la fe, se dejó conducir por ellos y sin temor de ninguna clase compareció ante el emperador, que lo recibió diciéndole:
-Me alegro mucho de que hayas venido.
En cuanto Silvestre correspondió al saludo de Constantino, éste refirió al pontífice, detalladamente, la visión que en sueños había tenido y le preguntó quiénes eran aquellos dos dioses que se le habían aparecido. Silvestre le respondió que no eran dioses sino apóstoles de Cristo. Luego, de acuerdo con el emperador, el pontífice mandó que trajeran a palacio una imagen de cada uno de los referidos apóstoles, y Constantino, nada más verlas, exclamó
-Estos son los que se me aparecieron.
Silvestre recibió al emperador como catecúmeno, le impuso como penitencia una semana de ayuno y le exigió que pusiera en libertad a los prisioneros.
Al entrar Constantino en la piscina para ser bautizado, el baptisterio se llenó repentinamente de una misteriosa claridad, y al salir del agua comprobó que se hallaba totalmente curado de la lepra y aseguró que durante su bautismo había visto a Jesucristo.
El día primero, después de ser bautizado, el emperador promulgó un edicto en el que declaraba que en adelante en la ciudad de Roma no se daría culto más que al Dios de los cristianos. El día segundo declaró que quien blasfemara contra Jesucristo sería castigado. El día tercero hizo saber públicamente que se confiscaría la mitad de los bienes a cualquiera que injuriase a un cristiano. El cuarto día promulgó un decreto determinando que, así como el emperador constituía la cabeza del Imperio, así el sumo pontífice debería ser considerado cabeza de los demás obispos. El quinto día ordenó que todo el que se refugiase en una iglesia gozaría del derecho de asilo y no podría ser detenido ni apresado mientras permaneciese en tan sagrado lugar. El sexto día prohibió la edificación de templos en el recinto de todas las ciudades del Imperio sin permiso de sus respectivos obispos. El séptimo día dispuso que, cuando hubiese de construirse alguna iglesia, la autoridad civil contribuiría a ello, aportando la décima parte de los bienes públicos confiados a su administración. El día octavo acudió a la catedral de San Pedro e hizo confesión de sus pecados. Luego tomó en sus manos un azadón y cavó un trozo de zanja para poner las primeras piedras de la basílica que iba a construir, sacó personalmente doce espuertas de tierra y, una a una, sobre sus propios hombros, las transportó hasta cierta distancia del lugar en que se alzaría el nuevo edificio.
Santiago de la Vorágine, La Leyenda Dorada (c. 1260), Trad. de J. M. Macías, Alianza, 1982, Vol. 1, pp. 77-79.