LA CONVERSION DE CONSTANTINO SEGÚN UN PAGANO

 

Una vez que el imperio entero estuvo bajo su único dominio, Constantino ya no ocultó el fondo malo de su naturaleza, sino que se puso a actuar sin contención en todos los dominios. Utilizaba todavía las prácticas religiosas tradicionales menos por piedad que por interés; y, así, se fiaba de los adivinos porque se había dado cuenta de que habían predicho con exactitud todos los sucesos que le habían ocurrido, pero, cuando volvió a Roma, henchido de arrogancia, decidió que su propio hogar fuese el primer teatro de su impiedad. Su propio hijo, honrado, como se ha dicho antes, con el título de César, fue acusado, en efecto, de mantener relaciones culpables con su hermana Fausta y se le hizo perecer sin tener en cuenta las leyes de la naturaleza. Además, como la madre de Constantino, Elena, estaba desolada por esa desgracia tan grande y era incapaz de soportar la muerte del muchacho, Constantino, a modo de consuelo, curó el mal con un mal mayor: habiendo preparado un baño más caliente de la cuenta y habiendo introducido en él a Fausta, la sacó de allí muerta. Intimamente consciente de sus crímenes, así como de su desprecio por los juramentos, consultó a los sacerdotes sobre los medios adecuados para expiar sus felonías. Ahora bien, mientras que éstos le habían respondido que ninguna suerte de purificación podía borrar tales impiedades, un egipcio llegado a Roma desde Hispania y que se hacía escuchar por las mujeres hasta en la Corte, se entrevistó con Constantino y le afirmó que la doctrina de los cristianos estipulaba el perdón de todo pecado y prometía a los impíos que la adoptaban la absolución inmediata de toda falta. Constantino prestó un oído complaciente a este discurso y rechazó las creencias de los antepasados; luego, adhiriéndose a las que el egipcio le había revelado, cometió un primer acto de impiedad, manifestando su desconfianza con respecto a la adivinación. Porque, como le había predicho un éxito grande que los acontecimientos le habían confirmado, temía que el porvenir fuera igualmente revelado a los demás que se afanaban en perjudicarle. Es este punto de vista el que le determinó a abolir estas prácticas. Cuando llegó el día de la fiesta tradicional, en el curso de la cual el ejército debía subir al Capitolio y cumplir allí los ritos habituales, Constantino tomó parte en ellos por temor a los soldados; pero como el egipcio le había enviado un signo que le reprochaba duramente el subir al Capitolio, abandonó la ceremonia sagrada, provocando así el odio del Senado y del pueblo.

 

Zósimo, Historias, II, 29, en: Textos y Documentos de Historia Antigua, Medieval y Moderna hasta el siglo XVII, vol. XI de la Historia de España de M. Tuñón de Lara, Labor, 1984, Barcelona, pp. 124 y s.