ALOCUCIÓN SECRETA AL EMPERADOR (390)

 

Dulce me es la memoria de nuestra vieja amistad. Ante mi recuerdo agradecido pasan constantemente los muchos beneficios con que favorecéis a otros movido por mis frecuentes peticiones. De ahí que podéis colegir que el haberme yo opuesto a vuestra venida (a Milán), tan suspirada en otras ocasiones, en modo alguno obedece a sentimientos de ingratitud. Pero quiero exponeros con brevedad la causa de mi proceder.

Desde hace algún tiempo, entre las personas que frecuentan nuestra corte, sólo se me negaba a mí el derecho de asistir a vuestras deliberaciones: había interés en que yo no interviniese en ellas. Os ofendisteis porque a mis oídos había llegado tal o cual cosa de las resoluciones secretas de vuestro gabinete, y tanto es así que os parecía que el mundo giraba alrededor mío. Ha dicho el Señor: "Nada quedará oculto de lo que no ha visto la luz del día" (Lc. VIII, 17).

Ante los disgustos del Emperador me he demostrado siempre lo más sumiso posible... Pero ha llegado el momento en que ya no me es dado callar. Y ¿por qué? Porque está escrito: "Si el sacerdote no advierte a los que caminan por el error, ciertamente el pecador morirá en su pecado; pero el sacerdote será el culpable, por cuanto no ha querido advertirle" (Ezech. III, 19).

¡Escuchadme, entonces, Augusto Emperador! Poseéis todo el fervor de nuestra santa fe. ¿Cómo negarlo? El temor de Dios os acompaña siempre; no lo discutiré siquiera. Pero sois un temperamento fuerte. Si alguien os habla en forma amable y correcta, sois con todos un dechado de misericordia. Pero si alguien azuza vuestro espíritu, entonces os arrebatáis, en forma tal que ya no acertáis a dominaros. Ojalá que nadie os hablara jamás con demasiada afabilidad ni os incitara. Preferiría mil veces que fueseis vos mismo capaz de reflexionar y dominar, con vuestros sentimientos nobles el torbellino de la naturaleza...

El escándalo de Tesalónica es ya un hecho consumado. No existe memoria de cosa semejante. En lo que a mí respecta tuve que limitarme a contemplar el mal, sin poder remediar cosa alguna. O mejor dicho, no pocas veces imploré misericordia, advirtiendo que podía suceder algo terrible. Vos mismo os disteis cuenta de que se trataba de algo muy importante, puesto que mandasteis retirar la orden... pero fue demasiado tarde. Por mi parte no disimulé la seriedad del asunto, ni disminuí su contenido. Cuando llegó aquí la noticia, se celebraba una Conferencia de Obispos en la que intervenían Pastores de las Galias. Ninguno de ellos disimuló su enojo ni os perdonó por el mero hecho de que eran amistosas vuestras relaciones con Ambrosio. Por el contrario, aquel enojo volvería contra mí si no hiciera sentir ahora la voz que dice: "Aquí hay que dar lugar a la penitencia ante Dios", más de lo que merece mi responsabilidad, es decir, más de lo justo.

¿Os avergonzáis acaso, oh, Emperador, de hacer lo que hizo David, el Rey y Profeta, ascendiente de Nuestro Señor Jesucristo, según la carne? A David se refería aquella parábola del rico que poseía grandes rebaños y que, con todo, habiendo recibido la visita de un amigo robó y mató la oveja de un pobre hombre. Cuando David se apercibió de que aquella comparación aludía a su propia conducta, exclamó: "He pecado en presencia del Señor" (2 Sam. XII, 13). No lo toméis a mal, oh. Emperador, que también se os diga: "Habéis cometido el crimen que el profeta Natán echó en cara al rey David". Si lo acatáis y exclamáis: "He pecado ante el Señor", y aquella otra frase del profeta rey: "Venid, adoremos postrados de hinojos y con lágrimas al Señor Dios nuestro, que nos ha creado" (Ps. XCIV, 6), entonces se os dirá también de su parte: "Porque te has arrepentido, el Señor te perdonará tus pecados y no morirás" (2 Sam. XII, 13).

No escribo estas cosas para avergonzaros, sino para animaros con la consideración del ejemplo de santos reyes, a fin de que borréis la mancha que ha caído sobre vuestra dignidad imperial. Vos la lavaréis con vuestra humillación ante el Señor. Sois al fin un hombre que ha sucumbido a la tentación: vencedla ya, que los pecados se borran sólo con lágrimas y penitencia. Ningún Angel, ni Arcángel nos quitará nuestros pecados, sino el señor mismo, porque El sólo puede decir: "Estoy con vosotros..." (Mt. XXVIII, 20). Pero El perdona únicamente a los arrepentidos.

Os aconsejo, os ruego, y también os amonesto y advierto: ¡Muy grande es mi pena al veros impasible ante la muerte de tantos inocentes! ¡Y hasta hoy habéis sido modelo de piedad nunca vista! ¡Y os distinguíais de entre los Príncipes por vuestra mansedumbre! Tan es así que difícilmente podíais resolveros a condenar a muerte a un solo hombre, aunque fuera culpable. Ciertamente fuisteis afortunado en vuestras victorias militares. También habéis llevado a cabo grandes empresas con todo éxito: pero lo más apreciable de vuestra conducta fue siempre vuestra mansedumbre y piedad. ¡El diablo envidiaba vuestra preciosa virtud! ¡Destrozadle su cabeza, mientras haya tiempo de vencerlo! No queráis añadir a vuestro error un nuevo crimen, mostrándote empecinado en la terquedad de vuestro presunto derecho. ¡Tal conducta ha matado ya a muchos! Gustoso reconozco que en todo lo demás soy deudor ante vuestra piadosa Majestad; la ingratitud no es mi característica. Mis preferencias por Vos han sobrepasado a las que tuve para con muchos Emperadores: sólo a uno (Graciano) pude comparar con Vos. Todavía no quiero echaros en cara la dureza de vuestro corazón; pero os digo desde ahora con verdadero temor: no me atrevo a ofrecer el sacrificio, si Vos estáis presente. Ello estaría vedado por el asesinato de uno solo, ¡cuánto más ante la mortandad de que os habéis hecho responsables!

Lo que sigue escríbolo de mi propio puño y letra, y sólo a Vos está destinado. Líbreme el Señor de toda la angustia que embarga mi alma. "Ni a manera humana ni por hombre alguno" (Gal., I, 12) fui confirmado en la seguridad de que debía proceder así. Encontrándome, la noche antes de partir, sumido en la profunda tristeza, tuve una visión en la que Vos entrábais en el templo, pero... comprendí al mismo tiempo que yo no debía ofrecer el Santo Sacrificio. Lo que sigue (de la visión), pásolo ahora por alto. No pude impedir todo, pero todo lo he aceptado por vuestro amor, haciéndome responsable; así lo creo, al menos. El Señor nos conceda que la presente cuestión se resuelva pacíficamente. Dios nos amonesta de muchos modos: por signos sobrenaturales, por la voz de los profetas; y aun por visiones de humildes pecadores, se digna adoctrinarnos. Roguémosle, pues, que enfrente la guerra y que a los jefes del Estado os conceda la paz. Conserve el señor la tranquilidad y la fe de su Santa Iglesia; pero, para eso, se necesita un Emperador que sea cristiano y piadoso.

Sin duda queréis ser hallado grato ante Dios. Todas las cosas tienen su tiempo, como está escrito: "Este es el tiempo de proceder, Señor" (Ps. CXVIII, 126), y: "Este es, oh, Dios, el tiempo de tu agrado".

La hora de vuestro sacrificio ha llegado. Es decir, la hora en que vuestros dones sean aceptables. En verdad, ¿no creéis, acaso, que me sería mucho más satisfactorio experimentar el favor del Emperador y ofrecer el Santo Sacrificio, cuando os pluguiere, si lo permitiera vuestra culpa? Una breve oración ya constituye un verdadero sacrificio y nos alcanza el perdón, pero ofrecer el Santo Sacrificio estando en pecado es una monstruosidad.

Aquella oración sería un acto de humildad, mientras este Sacrificio ofrecido en pecado delataría vuestro desprecio a Dios. La misma voz del Señor nos anuncia que el cumplimiento de sus mandamientos debe preceder a cada sacrificio; así lo dice el Señor, así lo enseña Moisés, y así lo predica Pablo a todo el mundo. Haced, pues, también Vos, aquello que es más valioso en este momento. "Misericordia quiero y no sacrificios" (Mt. IX, 13), dice el Señor. Por eso, digo yo: ¿no son acaso mejores cristianos aquellos que se arrepienten de sus pecados, que los que tratan de justificar sus pecados? "El justo es el primero en acusarse" (Prov. XVIII, 17). El que peca, pero confiesa su pecado, es justo, no así el que se jacta de su pecado.

¡Ah, Señor!, ¡hubiera creído yo antes la misión que me correspondía, y no hubiera mirado tanto el carácter de vuestra Alteza! Yo mismo me tranquilizaba con la consideración de que perdonaríais, de que retiraríais la orden dada... ¡Lo habíais hecho tantas veces! Pero esta vez pudo la pasión y yo me encontré, repentinamente, en la imposibilidad de poder estorbar lo que, creía yo, no era de mi incumbencia. Pero, loado sea Dios, que con semejantes experiencias adoctrina a sus siervos, para no permitir que se pierdan. En este caso mi misión es semejante a la de los profetas: Vos, empero, obraréis, como los Santos.

¿Acaso no sois Vos el padre de mi Graciano, más apreciado que la luz de mis ojos? También piden perdón por Vos vuestros otros descendientes, los príncipes venerables, mas prefiero nombrarlo en primer término al dulce Graciano, aun cuando amo a todos entrañablemente. Yo os amo, y os venero y os perseguiré con la urgencia de mis oraciones.

Si me creéis, ejecutad mis consejos.

Os digo una vez más: Si me creéis, dadme vuestro sí a lo que os pido. Y si no me creéis, entonces perdonad: pero mi deber me impone que prefiera a Dios antes que al César. Vivid en dicha y prosperidad, Vos y vuestros hijos los Príncipes del Imperio, y eterna paz haya con Vos, Augusto Emperador.

 

San Ambrosio de Milán, Carta 51 al Emperador Teodosio, en Migne, Patrología Latina, t. XVI, c. 1210-1214, en: Rahner, H., La Libertad de la Iglesia en Occidente: Documentos sobre las Relaciones entre la Iglesia y el Estado en los tiempos primeros del Cristianismo, Trad. de L. Reims, Desclée de Brouwer, 1949 (1942), Buenos Aires, pp. 149-153, cit. en: Antoine, C., Martínez, H., Stambuk, M., Yáñez, R., Relaciones entre la Iglesia y el Estado desde el Nuevo Testamento hasta el tratado De La Monarquía de Dante, Memoria Inédita, Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, 1985, Santiago, pp. 305 y ss.