LIUDPRANDO DE CREMONA EN CONSTANTINOPLA (968)

 

(I) A los Otones, muy victoriosos emperadores de los romanos, augustos, y a la muy gloriosa emperatriz Adelaida, augusta, Liudprando, obispo de la Santa Iglesia de Cremona, deseando como siempre con todo el ardor de su santo deseo, prosperidad y éxito.

Si no habéis recibido de mí antes una carta o un mensajero, tendrán la explicación. Llegamos a Constantinopla el primero de las nonas de Junio (Junio 4), y si el recibimiento vergonzoso que se nos ha reservado es ultrajante para vosotros, la vergonzosa manera en que se nos ha tratado nos ha sido bien penosa; pues se nos ha encerrado en un vasto palacio abierto a todos los vientos, tan impropio como para proteger del frío o guardar del calor; se nos apostaron como centinelas soldados armados, encargados de negar la salida a los míos, y a todos los otros la entrada. En esta habitación, ni un alma viva, salvo nosotros, que éramos prisioneros; el palacio estaba tan lejos que, obligándonos a ir a pie y no a caballo, quedamos exánimes. Para colmo de infortunio, el vino griego, mezclado con pez, resina y yeso, nos ha parecido intomable. No había una gota de agua en la casa, y tampoco hallamos como comprarla para saciar nuestra sed. A falta de males, otro mal se agregó en la persona del mayordomo, encargado de las compras cotidianas: para encontrar un ser que se le asemeje, no hace falta buscar en la tierra, sino en el infierno, pues este hombre ha arrojado sobre nosotros como un torrente todo lo que se puede imaginar de calamidades, bandidaje, daño, penas y miserias. Y sobre ciento veinte días, ni uno pasó sin aportarnos motivos de lamentaciones y lágrimas.

(II) El primero de las nonas de Junio, como lo hemos escrito más arriba, llegamos a Constantinopla, delante de la Puerta de Oro; y hasta la décimo primera hora estuvimos esperando, con nuestros caballos, bajo una lluvia que no tenía nada de moderada. Al final, a la hora once, Nicéforo, no sin haber decidido que vuestro patrocinio no bastaba para hacernos dignos de ir a caballo, ordenó hacernos entrar; y se nos condujo a la casa de que ya hemos hablado, toda de mármol, odiosa, sin agua, mal cerrada; el 8 de los idus (6 de Junio), sábado víspera de Pentecostés, se me condujo a la presencia de su hermano León, curóplata y logoteta; y nos vimos envueltos en una grande y fatigosa discusión acerca de vuestro título imperial. En efecto, él no os llamó emperador o, en su lengua, basileus, sino, vaya humillación, rex, es decir, rey. Yo le repliqué que el sentido es el mismo, si bien difiere la palabra; me acusó entonces de haber venido no a tratar la paz, sino a discutir; él se levantó encolerizado y, rehusando con desprecio tomar con su mano vuestra carta, la hizo recibir por el intérprete; físicamente, es un hombre de gran estatura; no tiene sino una falsa humildad, "es una caña en la que, si alguien se apoya, le herirá".

(III) Entre tanto, el 7 de idus (7 de Junio), santo día de Pentecostés, fui conducido a la habitación que se llama Stephana, es decir, "Casa de la Corona", ante Nicéforo; es un hombre absolutamente monstruoso, un pigmeo de enorme cabeza, cuyos pequeños ojos lo asemejan a un topo, afeado además por una barba corta y ancha, espesa, canosa, en posición afligida en un cuello no más generoso que un dedo; sus cabellos largos y espesos le hacían del todo una cabeza de cerdo; tiene un tinte de etíope, y no le gustaría a uno encontrárselo de noche; un enorme vientre, el trasero enjuto, las piernas muy largas para su corta estatura, pequeñas pantorrillas, los tobillos y los pies proporcionados; cubierto con un vestido ostentoso, pero muy usado, deformado y decolorado por el tiempo. Calzado a la escita (?); el tono insolente, astuto como un zorro, perjuro y embustero como Ulises. ¡Oh, mis augustos emperadores, siempre bellos a mis ojos, cómo los he encontrado, aquí, aún más bellos! ¡Siempre poderosos, cuánto más poderosos aquí! ¡Siempre dulces, cuánto más dulces aquí! ¡Siempre llenos de virtud, cuánto más todavía aquí!

(XI) Ese mismo día, ordenó que yo fuese de sus convidados. Sin embargo, no me consideró digno de pasar delante de ninguno de los grandes de su corte, y a quince lugares de él, sin mantel, me tuve que sentar; a ninguno de mis compañeros le fue dado, no digo ya sentarse a la mesa, sino incluso ver la casa en que yo era recibido. En el transcurso de esta comida, que fue muy larga, obscena, llena de borracheras, sazonada con aceite y rociada con cierto repulsivo licor de pescado, me preguntó sobre vuestro poder, sobre vuestros estados, sobre vuestros guerreros...

(XII) "Rómulo, dije, de quien los romanos tomaron su nombre, fue un fratricida, un porniogéneta (es decir un hijo del adulterio): la historia lo prueba; ella dice también que abrió un asilo donde recibió a los deudores insolventes, los esclavos fugitivos, los asesinos, los condenados a muerte; rodeándose así de una muchedumbre de gente de esa calaña que él llamó romanos; y es de una nobleza semejante que han nacido esos que vos llamáis kosmocratores (es decir, emperadores); las gentes de allá, nosotros, lombardos, sajones, francos, loreneses, bávaros, suevos, burgundos, los despreciamos de tal manera que, cuando nos encolerizamos, no tenemos otro insulto para los enemigos que esta palabra "¡Romano!", comprendiendo en ese solo nombre de romano toda bajeza, toda cobardía, toda avaricia, toda corrupción, toda mentira, peor aún , un compendio de todos los vicios...

 

(Liudprando de Cremona, Legatio de Relatione Constantinopolitana, en: Folz, R., La Naissance de Saint-Empire, Coll. Le Mémorial des Siècles, Albin-Michel, 1967, Paris, pp. 297-304. Trad. del francés por José Marín R.)