LA EKTHESIS O EXPOSICIÓN DE FE (638)

 

Exposición de la fe ortodoxa, hecha por el piísimo señor nuestro, que Dios lo conserve, el gran príncipe Heraclio, en ocasión del altercado promovido por algunos, al requerimiento de proceder de acuerdo en todo con los cinco concilios santos y universales, la cual con mucha satisfacción y con la gracia [divina] formularon los prelados de las sedes patriarcales, y de buen grado consintieron en ella, con objeto de llevar la paz a las santas iglesias de Dios.

Creemos en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, trinidad consustancial, una deidad o naturaleza y esencia, y fuerza y potestad en tres subsistencias o personas, reconociendo en cada una de ellas una familiaridad de subsistencia, la unidad en la trinidad y la trinidad en la unidad; unidad, ciertamente, en razón de la esencia de su divinidad; trinidad, asimismo, según las subsistencias o personas. Y ni por confesar que son uno según la esencia, suprimimos la diferencia de personas, ni por confesar la trinidad de personas, negamos una única deidad. Un Dios Padre, un Dios Hijo, un Dios Espíritu Santo, un solo Dios en estos tres, por razón de su misma e inmutable deidad. Pero, la diferencia de personas, no implica la división de deidad o de esencia. Así, pues, confesamos una divinidad, que conserva inconfusas las familiaridades, y no la reducimos a una sola persona llamada por tres nombres distintos como piensa Sabelio de la tríada. Ni tampoco pensamos en tres esencias que dividen una deidad, o que son diferentes de la esencia del Padre, la del Hijo y la del espíritu Santo, de acuerdo con la insania de Arrio. La deidad es uno en tres, pues, como dice el gran Gregorio en su teología, y tres en uno en los cuales está la deidad, o sea que verdaderamente cabe decir que es la divinidad. Confesamos, pues, en la santa trinidad un hijo de Dios unigénito, verbo de Dios, engendrado por el Padre ante todos los siglos, luz de luz, esplendor de gloria, hecho de la misma sustancia del Padre, por el cual son hechas todas las cosas, que en los días finales descenderá del cielo por nosotros y por nuestra salvación, y que se dignó habitar en el útero intacto de la santísima engendradora de Dios y siempre Virgen María, y que mezcló con su carne la de ella en una sustancia, teniendo alma racional e intelectual, y que nació de ella, y permaneció siempre perfecto Dios, y que se hizo perfecto hombre de modo inconfuso e indiviso, consustancial a Dios y al Padre según deidad, consustancial asimismo a nosotros según la humanidad, y en todo semejante a nosotros sin pecado. De donde confesamos dos natividades en el unigénito Verbo de Dios: una antes de los siglos, del Padre, sin tiempo e incorporal; otra en los últimos tiempos, de la santa e intacta engendradora de Dios y siempre Virgen María, con su cuerpo animado intelectual. Por lo cual, a la santa y no menos loable siempre Virgen María predicamos recta y verdadera engendradora de Dios; no porque el Verbo de Dios recibiera de ella el inicio para que existiera, sino porque en los últimos tiempos, encarnado en ella, fue hecho hombre inmutable, y padeció en la carne espontáneamente por nosotros.

Al Cristo compuesto, pues, glorificamos, siguiendo la doctrina de los santos padres. Por el misterio que en Cristo hay, la unión por la composición elimina la confusión y la división. Y conserva la propiedad de ambas naturalezas, con una sola sustancia, y muestra una persona del Verbo Divino con su carne animada intelectualmente; y no hemos introducido nosotros una cuaternidad en vez de la santa trinidad; carezca, pues, la santa trinidad del aditamento de una cuarta persona y reciba [el nombre] de Verbo de Dios el de ella encarnado. Puesto que no era otro quien obraba milagros sino Dios, ni era otro quien soportó padecimientos sino Él mismo. Así, pues, confesamos que es uno y el mismo hijo, a la vez Dios y hombre, una sustancia, una persona, paciente en la carne, impasible en la deidad, perfecto en la deidad y perfecto en la misma humanidad, que obró milagros y padeció espontáneamente en el cuerpo.

De donde [se deduce que] confesamos un Cristo de dos naturalezas, un hijo, un señor, una persona, una sustancia compuesta y una naturaleza del Verbo Divino encarnada en un cuerpo animado intelectualmente, como Cirilo el Magno supo y enseñó, y glorificamos que hay en él mismo dos naturalezas: de modo que confesamos que en la deidad y en la humanidad reconocemos un señor nuestro Jesu Cristo que es verdadero Dios; pero la diferencia de naturalezas la significamos sólo de este modo, porque de ella inconfusamente fue hecha la inefable unidad. Y ni la deidad transmigró a la carne, ni la carne transmudó en deidad, sino que una y otra permanecieron en su propiedad natural y en pro de la unidad de subsistencia de cada una de ellas.

De ahí que reconocemos a un solo hijo señor nuestro Jesu Cristo [que procede] del Padre sin tener principio, y de madre intacta, constituido antes de los siglos y en los últimos tiempos, impasible y pasible, visible e invisible, de quien predicamos milagros y padecimientos, y toda la operación divina y humana la atribuimos a uno e idéntico Verbo de Dios encarnado, y le ofrecemos una sola veneración espontánea y veraz porque se crucificó por nosotros en la carne y, resucitando de entre los muertos, ascendió a los cielos, y reside a la diestra del Padre y vendrá de nuevo a juzgar a los vivos y a los muertos; y no consentimos que nadie diga o enseñe jamás que hubo una o dos operaciones (energueia) en la divina encarnación del Señor, sino que, tal como decretaron los santos y universales concilios, debe confesarse que el único y el mismo hijo unigénito señor nuestro Jesu Cristo es verdadero Dios, que obra como Dios y como hombre, y toda operación congrua del Dios y del hombre, procede de un solo y mismo Verbo de Dios encarnado, de forma indivisa e inconfusa; y que es hecha por Él en su unidad y en sí mismo, de modo que por parte de algunos padres se ha hablado como si se tratara de una operación sola y esto turba y extraña a ciertos oídos, que piensan al instante que esta operación debería decirse que es obra de dos naturalezas; las cuales, en una subsistencia, se hallan unidas en Cristo Dios nuestro.

De modo parecido, también la expresión de las dos operaciones o energías puede escandalizar a muchos, puesto que no se encuentra en ninguno de los santos y venerandos padres [de la Iglesia]: de modo que si confesamos [la existencia de] dos voluntades en el Verbo de Dios, se sigue de ello que ambas pueden ser, a la vez, contradictorias, deseando por una parte cumplir su salutífera pasión, y resistiendo, por otras, la encarnación en Él producida, obviamente de acuerdo con su propia voluntad; y, por tanto, el querer introducir dos [voluntades] contrarias, es impío y extraño al dogma cristiano. Si, pues, el insano Nestorio se permitió dividir la divina humanidad de nuestro Señor, introduciendo dos hijos, no se atrevió a hablar de las voluntades de éstos y, por el contrario, confesó [la existencia de] una voluntad consonante en Él, una vez constituidas las dos personas: ¿Cómo es posible, confesando la fe ortodoxa, y glorificando a un hijo señor nuestro Jesu Cristo verdadero Dios, aceptar en él dos voluntades, contrarias entre sí?

De donde, consecuentes con los santos padres en todo y en esto, confesamos una voluntad en nuestro señor Jesu Cristo verísimo Dios; de manera que, en ningún momento, de su cuerpo animado intelectualmente, por separado y por su propio ímpetu, ninguna moción contraria puede producir su sustancia natural en unión mutua con el Verbo de Dios, sino sólo cuándo, cuál y cuánta el mismo Dios Verbo quisiera. Estos dogmas de piedad nos transmitieron quienes desde los inicios [de la Iglesia] los vieron presencialmente y fueron hechos ministros de la palabra, y sus discípulos y sucesores; y, a continuación, los doctores de la iglesia inspirados por Dios, y también los cinco santos sínodos universales: el de Nicea, el de esta regia ciudad [de Constantinopla], el primero de Efeso, el de calcedonia, y de nuevo el de Constantinopla que fue el quinto de los concilios [ecuménicos] celebrados. Y siguiendo en todo a estos concilios, y aceptando sus divinos dogmas, todo cuanto promulgaron lo promulgamos; y a quienes rechazaron los rechazamos; y anatematizamos, principalmente, a los Novacianos, Sabelliones, Arrianos, Eunominos, Macedonianos, Apollinaristas, Originistas, Avagrienos, a Dídimo, a Teodoro de Mopsuestia, a Nestorio, a Eutiques, a Dióscoro, a Severo y los impíos conscriptos de Teodoreto que (iban) contra la fe recta del primer sínodo Efesino y de los doce capítulos de san Cirilo, y cuanto se escribió a favor de Teodoro y de Nestorio, y la epístola llamada de Ibla. Y exhortamos a todos los Cristianos a pensar del modo [expuesto] y a glorificar así [a Dios], nada añadiendo ni nada sustrayendo, ni nada transmutando de lo que queda escrito: las definiciones eternas que, inspiradas por Dios, prefijaron los sacerdotes de la Iglesia para la salvación de todos juntos.

Suscripción del príncipe: Heraclio, fiel en Jesu Cristo, emperador para Dios, lo suscribió.

 

(Edición del texto griego, con traducción latina en: Hefele, Delarc, Histoire des Conciles, Paris, 1870, Vol. IV, pp.564-568, cit. en: Riu-Batlle-Cabestany-Claramunt-Salrach-Sánchez, Textos Comentados de Época Medieval (siglo V al XII), Teide, 1975, Barcelona, pp. 244 y ss.)