EL PROBLEMA BÁRBARO. DISCURSO DE SYNÉSIOS DE CIRENE AL EMPERADOR ARCADIO

 

(XV) "¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios conmoverá su corazón? Gran fuerza tiene la exhortación de un amigo". Sostengo que nada ha sido alguna vez más funesto para los intereses de Roma que esos aderezos religiosos con los cuales los cortesanos engalanan, en gran secreto, a la persona del emperador antes de desplegar en público todo su fausto bárbaro. La ostentación es una mala compañera de la verdad. Cuídate, no obstante, de no indignarte. Estos errores no son de tu responsabilidad. Ellos se deben a los primeros a quienes alcanzó este flagelo, que, en seguida, fue transmitido a sus sucesores. Es un mal en el cual se han complacido.

Ahora bien, esta majestad, unida a tu temor de verte rebajado al rango de los simples mortales, te lleva, habitualmente, a aparecer a la vista como en un espectáculo, y así tiende a separarte del resto del mundo y a excluirte de él en forma deliberada. Con los ojos y los oídos cerrados a las lecciones prácticas que brinda la experiencia, tú no aprecias sino los goces sensuales que son los más materiales de todos; aquellos que te ofrecen el tacto y el gusto en una existencia comparable a la de los moluscos de las grandes profundidades. En tu desprecio por el hombre te escapa el sentido de la perfección humana. (...)

¿Y cuál es la ventaja de este extraño enclaustramiento? Que la élite de la nación es tratada con recelo y apartada desdeñosamente de los asuntos públicos; por el contrario, la necedad (de los bufones) encuentra siempre acceso a ti y tú le muestras un rostro complaciente.

Hay que convencerse de: un ser no prospera sino valiéndose de los recursos a los que debe su origen. A este propósito, pasemos revista a todos los imperios que han existido en el mundo: el de los partos, el de los macedonios, el de los antiguos medos, y el en que vivimos hoy día. Han sido hombres de oscuro origen, soldados acostumbrados a montar guardia, a dormir sobre la tierra en medio de sus huestes, a preocuparse poco de sus penas y menos de sus placeres, los que extendieron, en cada caso señalado anteriormente, su dominación. Gracias a la fuerza de su empeño, pudieron triunfar; pero habiéndose transformado en objeto de envidia, les habría sido difícil mantenerse en este rango si hubieran carecido de sabiduría. Porque la prosperidad es como un fardo mucho más pesado que el plomo. Una carga como ésta conduce al naufragio si no tienes un alma fuerte.

Aún más, esta fuerza de alma que la naturaleza bosqueja en nosotros no puede perfeccionarse sino mediante el entrenamiento. Este es el esfuerzo, ¡oh, Rey!, que la filosofía reclama de ti para evitarse las fatales consecuencias del caso; porque los principios contrarios a aquellos que han fundado su existencia arrastran a la ruina a todas las cosas. Me parece que sería muy inconveniente que el Rey de los Romanos se apartara de la tradición. Por mi parte, estoy convencido de que la tradición romana no tiene nada que ver con los abusos que se han introducido desde hace poco tiempo en un régimen degenerado; ella se identifica con los principios que la han hecho merecedora del Imperio.

(XX) De allí entonces que el papel del rey consista en mandar; y si para mandar como es necesario, sea preciso ejercer la soberanía siguiendo el modelo de vida y conducta de los soberanos dignos de tal nombre, surge una evidencia: por muy extraño que parezca a nuestras conductas el reunir armoniosamente todos los elementos de un conjunto, esta tarea que implica moderación y temperancia, obliga a la realeza a eliminar el lujo y el derroche, caracteres incompatibles con su naturaleza. Pues bien, ahí está la razón de ser de mi discurso. Volvamos ambos atrás; yo, para tomar de nuevo mi propósito en su punto de origen; tú, para que lleves de nuevo a la realeza a lo que debe ser. Se trata, en efecto, al depurar su manera de ser y restaurar la sobriedad, de restituir, al mismo tiempo, su antiguo prestigio y reemplazar sus defectos por otras tantas virtudes. Así, Príncipe, y ése es mi deseo, estarás preludiando el regreso a la felicidad, entregándonos aquel rey cuya misión es reinar. Pues, dada la situación en que nos encontramos, no puede haber lugar para la despreocupación. Ya no hay alternativa. El abismo está bajo nuestros pies por todas partes. El Estado necesita de una divinidad y un soberano capaces de conjurar los peligros que, desde hace ya mucho tiempo, amenazan sordamente al Imperio. De estos peligros quiero mostrarte su inminencia ( al mismo tiempo que prosigo mi discurso y doy vida a ese Rey ideal cuya imagen me he propuesto dibujar). Sólo un monarca esclarecido puede aún salvarnos. Para lograr que tú seas ese salvador yo emplearé todos mis esfuerzos. Dios lleva-siempre y en todo lugar- a los hombres valerosos una ayuda eficaz.

(XXI) ¿Cómo fue que separándonos de estas consideraciones generales sobre el monarca ideal, hayamos sido llevados a considerar las coyunturas presentes? La Filosofía nos decía recientemente que es preciso que el rey frecuente asiduamente a sus soldados en vez de confinarse en la Corte. según ella, este esfuerzo del Rey constituye por sí mismo su mejor protección, y sólo es posible a través de un cultivo de cada día. ¿Quiénes son, sin embargo, esos soldados que, de acuerdo con el filósofo amigo del príncipe, merezcan ver a este último asociado a sus ejercicios y compartiendo su existencia? Aquellos, evidentemente, que te entregan nuestros campos y ciudades sometidos a tu autoridad para que te defiendan y para que resguarden el régimen y las leyes que protegieron su infancia y su juventud. A éstos es a quienes Platón compara con los perros. Por el contrario, el pastor se guardará de colocar a los lobos con los perros, aun cuando los haya recogido jóvenes y parezcan domesticados; es sólo a su perjuicio que él les confiará su rebaño. Cuando los lobos perciban algunos signos de debilidad y de relajamiento en los perros los atacarán como también al rebaño y aun a los pastores. De la misma manera, el legislador se guardará de armar a aquellos que no nacieron ni se criaron bajo sus leyes. No posee de parte de ellos ninguna garantía de lealtad. Solamente un espíritu temerario o iluso puede ver una numerosa juventud educada en forma diferente a la nuestra y regida por sus propias costumbres sin que lo asalte el temor.

Debemos, en efecto, hacer un acto de fe en la sabiduría de esa gente, o bien, si expresamente renunciamos a ello, creer que la roca de Tántalo ya no está suspendida sobre nuestras cabezas sino por un hilo. Pues nos asaltarán en cuanto piensen que el éxito acompañará a su intento. A decir verdad, las primeras hostilidades ya han comenzado. Una cierta efervescencia se manifiesta en el Imperio. Se diría, al igual que un organismo expuesto a elementos extraños que perturban su equilibrio físico al resistirse a ser asimilados. Que sea preciso extirpar los elementos extraños tanto en los organismos vivos como en las sociedades, es algo en que médicos y hombres de Estado estarán de acuerdo. Por el contrario, negarse a enfrentarles con una fuerza susceptible de derrotarlos, en la medida en que disponemos de esta fuerza, o aceptar que la exención del servicio militar de todos aquellos que lo soliciten, ¿no es acaso conducta propia de un pueblo que aspira a su ruina?

Antes de permitir a los escitas traer sus armas hasta aquí, sería necesario pedir a nuestras tierras sus defensores naturales y convertirlos en soldados. Luego iremos a buscar al filósofo a su gabinete y al artesano a su taller. Serán también llamados los comerciantes, la multitud de ociosos que pasan su vida en los teatros, para que se hagan cargo de sus responsabilidades, si no quieren que su risa se transforme en llanto. Ni falsas apariencias ni escrúpulos sabrían oponerse a la constitución de un ejército romano verdaderamente nacional. La ley de la familia y de las sociedades asigna a los hombres la defensa de la comunidad y el manejo de los intereses domésticos a la mujer. ¿Cómo podríamos tolerar que los "hombres" entre nosotros sean de raza extranjera? ¿No es aún más vergonzoso que el Imperio más rico en héroes entregue a otros que no sean sus hijos la ambición de los honores guerreros? En cuanto a mí, aun cuando estos extranjeros lograran para nosotros muchas victorias, enrojecería al tener que agradecércelas. Ah, verdaderamente, "yo lo siento, yo lo veo" (y esta verdad está al alcance de todo hombre razonable), cada vez que entre el hombre y la mujer no exista ninguna comunidad de origen, ningún otro lazo de parentesco, bastará sólo un ligero pretexto para justificar el sometimiento del sexo pacífico al sexo guerrero. Aquél sólo opondrá una tímida resistencia frente a un adversario entrenado en el oficio de las armas. Antes de llegar a este extremo hacia el cual marchamos, es urgente rehacernos un alma verdaderamente romana, volver a ser como antes los únicos artífices de nuestras victorias en vez de compartir su mérito, y eliminar en todo el Estado al partido bárbaro.

(XXII) Es de máxima importancia arrojarlos de las magistraturas y cerrarles el acceso a la dignidad senatorial. Con mayor razón si ellos no tienen más que desdén por este título venerable que fue y que sigue siendo en Roma el de mayor prestigio. En nuestros días, con toda seguridad, la diosa que preside los consejos, Themis, y también los dioses de los ejércitos tápanse sus rostros. El soldadote bárbaro dirige a sus guerreros en clámide y luego, tras haber arrojado la piel que cubría sus espaldas, se envuelve en la toga, y junto a los magistrados y romanos delibera sobre los problemas del día. Ocupa el lugar de honor junto al cónsul mismo, y precede a los dignatarios oficiales. Apenas han traspasado las puertas del consejo cuando estos miserables toman nuevamente sus pieles y en medio de sus congéneres se burlan de la toga que consideran nada menos que un estorbo para desenvainar la espada.

Verdaderamente, entre otros motivos de estupor, nuestra inconsecuencia no es menor. No existe una familia, por modesta que sea su fortuna, que no posea un esclavo escita. Administradores de posadas, cocineros, coperos y otros empleos semejantes se reservan para los escitas. Y escitas son también esos mozos de la plaza que llevan sillitas sobre sus hombros y las ofrecen a los paseantes que desean descansar al aire libre. raza desde tiempos inmemoriales considerada con toda justicia destinada a ser sometida a los romanos. pero estos hombres rubios y de largos cabellos, como los antiguos eubeyenses, son, al mismo tiempo, dentro de nuestra sociedad, esclavos de los particulares y amos del Estado, y esto es el más desconcertante y más extravagante de los espectáculos. Si allí no hay un enigma, yo no sé qué nombre darle.

En Galia, es cierto, Criso y Espartaco, viles gladiadores destinados a la arena y a servir de víctimas expiatorias al pueblo romano, huyeron y, sedientos de venganza contra la ley, suscitaron esa guerra que llamamos servil. La más espantosa que sostuvieron los romanos de aquella época. Fue necesario para combatirlos recurrir a cónsules, a estrategas, a la fortuna de Pompeyo, y poco faltó para que la República desapareciera de la faz del mundo.

Sin embargo, aquellos que acompañaban a Espartaco y Criso en su traición, no tenían con sus jefes ni con sus cómplices la menor afinidad de raza. La similitud de su suerte les sirvió de pretexto y consolidó su unión. Yo pienso que todo esclavo es, por instinto, enemigo de su señor sobre el cual espera triunfar. ¿No es ésa la imagen de nuestra situación presente? ¡Qué digo! Nosotros mismos estamos preparando de manera aún más evidente nuestra pérdida. Hoy no se trata ya de una revuelta dirigida por individuos sin preparación o recursos. Ejércitos poderosos de la misma raza que nuestros esclavos, que han caído sobre el Imperio para nuestra desgracia, proporcionan a esta revuelta jefes llenos de honores tanto a los ojos de ellos como a los nuestros: "cuán infames somos". Y si esos jefes lo desean dispondrían no solamente de sus, sino también, créanmelo, de nuestros servidores, soldados llenos de audacia, capaces de las más terribles tropelías, en la embriaguez de su libertad recuperada.

Os es preciso reducir a la nada esta amenaza. Eliminar la causa exterior del flagelo. Prevenir el estallido de esta crisis latente, las manifestaciones de este odio que encontró asilo entre nosotros. Los comienzos de este mal se pierden en el tiempo. Es necesario que el soberano limpie su ejército como se limpia el trigo apartando la cizaña y las semillas parásitas que perjudican al trigo puro y bueno.

Si encuentras mis consejos difíciles de seguir es porque has olvidado sobre quiénes reinas y de qué raza te hablo. Los romanos la vencieron, y la fama de su hazaña se expandió por el Universo. Ellos triunfaron sobre todos los que encuentran, por su genio y valor. Han recorrido la tierra, como dijera Homero dirigiéndose a los dioses: "Para juzgar los crímenes y los vicios de los humanos".

(XXIII) En nuestra época, sin embargo, no es con intención hostil que han venido hasta nosotros, sino más bien como suplicantes, en el curso de una nueva migración, no teniendo que enfrentarse a nuestras armas, ya que nuestras disposiciones fueron las que convenía adoptar frente a suplicantes. Mas esta raza grosera nos deparó aquello que era de esperar de ella. Se envalentonó y no tuvo para sus bienhechores más que ingratitud. Por eso tu padre tomó las armas para castigarlos, y nuevamente ellos adoptaron, junto a sus mujeres, la actitud de suplicantes que pedían compasión. Vencedor en la guerra, él no pudo resistir el sentimiento de compasión; les invitó a levantarse, los hizo sus aliados, les concedió el derecho de ciudadanía, les abrió el camino a los honores, y repartió la tierra romana a aquellos que eran sus mortales enemigos. No tuvo sino bondades para con ellos, debido a su grandeza de alma y a su natural generosidad.

Pero la virtud sobrepasa a una inteligencia bárbara. Desde los primeros instantes hasta la hora presente, ellos nos han juzgado ridículos, muy conscientes de lo que les habíamos entregado y de lo que ellos merecían. El rumor se expandió entre sus vecinos haciéndolos venir hasta nosotros. Y es así como a caballo llegaron otros arqueros extranjeros. Bondadosos como somos, ellos han apelado a nuestra amistad en virtud de ese antecedente detestable. Y es así como llegamos, según mi parecer, en nuestra miseria, a lo que el sentido común del pueblo llama "la persuasión obligada".

(XXIV) "¡Cuán difícil es reconquistar nuestro prestigio, Arrojar de aquí a todos esos perros rabiosos!". Sin embargo, si tú quisieras escucharme, esta dificultad podría quedar allanada. Una vez que hayamos aumentado el número de nuestros reclutas y también su valentía; una vez que tengamos un ejército nacional, agrega a tu realeza lo que le ha faltado hasta ahora, y que es aquello con que Homero hizo alabanza de los mejores: "Terrible es la cólera de los dioses, los hijos de Zeus".

Esa cólera hay que dirigirla contra estos hombres, y ellos trabajarán la tierra dóciles a tus órdenes, como antaño lo hicieron en Lacedemonia los mecenios que debieron deponer sus armas y transformarse en ilotas. O aún más, ellos huirán por el camino que vinieron, yendo a anunciar más allá del río lo que ocurrió con la muy famosa mansedumbre de los romanos, ahora dirigidos por un jefe joven y valiente, "Guerrero terrible, hasta el punto de acusar al inocente".

 

(Sinésios de Cirene, Discurso sobre la Realeza, Trad. de P. González , a partir de: Le Discours sur la Royauté de Synésios de Cyréne à l’Empereur Arcadios, Trad. de Christian Lacambrade, Les Belles Lettres, 1951, Paris, en: Kakarieka, J., El Fin del Mundo Antiguo. Testimonios de los contemporáneos, Ed. Universitaria, 1978, Santiago de Chile, pp. 30-40. v. Herrera, H., "Synésios de Cirene, un crítico del Imperio", op. cit., pp. 108-123)