SAN GREGORIO MAGNO

 

 

XLVI.3. Otra vez, al pasar el santo por las cercanías del mercado de Roma, vio en la plaza, puestos a la venta a unos cuantos muchachos que llamaron su atención por la gallardía de sus cuerpos, la belleza de caras y el color encendidamente rubio de sus cabellos. Gregorio se acercó al grupo y preguntó al mercader:

-¿De dónde son estos muchachos?

El mercader le respondió:

-De Bretaña. En aquella tierra los jóvenes son todos tan guapos como éstos.

Gregorio preguntó de nuevo:

-¿Son cristianos?

-No, allí todos son paganos, -contestó el vendedor.

San Gregorio, al oír esta respuesta, dando un profundo suspiro, dijo:

-¡Qué pena, que gente tan hermosa como ésta esté sometida al poder del diablo!

Seguidamente formuló esta otra pregunta

-¿Cómo llaman a los habitantes de ese país?

-Ánglicos, -respondió el mercader.

San Gregorio comentó:

-No me extraña, porque ánglicos suena casi igual que angélicos, y angélicos o ánglicos merecen llamarse quienes tienen un rostro tan hermosos y parecido al de los ángeles. Y la nación a que pertenecen, ¿cómo se llama?

El mercader le dijo:

-La nación se llama Deria, y los naturales de ella suelen llamarse deirios.

San Gregorio comentó nuevamente:

-¡Qué nombres tan adecuados y expresivos! Suenan a ¡de ira! ¡De la ira divina en que están inmersas hay que sacar a esas gentes! Dime una cosa más: ¿Cómo se llama su rey?

-Aelle, -respondió su interlocutor.

-¡Aelle! Esa palabra me recuerda la de ¡alleluja! ¡Es menester que en la tierra de este rey pueda cantarse el Aleluya!

Tras el anterior diálogo fue San Gregorio a ver al sumo pontífice, y a fuerza de ruegos y de súplicas consiguió de él que le autorizase para marchar a Bretaña y convertir a los ingleses...

A las tres jornadas de camino, Gregorio decidió detenerse en un lugar para tomarse algún descanso. Mientras los monjes que llevaba en su compañía dormían, él empleó el tiempo de reposo en la lectura. De pronto una langosta o saltamontes comenzó a molestarle de tal manera que le resultó difícil seguir leyendo. Cavilando acerca del significado que podrían tener las reiteradas molestias de aquel insecto, y reflexionando sobre la semejanza fonética entre el nombre latino del saltamontes que es locusta y la locución loci-sta, que quiere decir permanece en tu sitio, dedujo que el saltamontes trataba de retenerle allí e impedirle que continuara su camino; mas, como no estaba dispuesto a renunciar a su propósito, inmediatamente despertó a sus compañeros y les advirtió que era preciso proseguir el viaje y marcharse de aquel lugar sin pérdida de tiempo; pero antes de que pudieran emprender su peregrinación, llegaron los emisarios del Papa y le hicieron saber que tenía que regresar a Roma sin tardanza. El santo, profundamente apenado, acató la orden y retornó a su monasterio. Apenas hubo llegado, el Papa lo sacó de él nombrándolo cardenal diácono y llevándoselo consigo a la curia pontificia.

 

Santiago de la Vorágine, La Leyenda Dorada [Legendi di Sancti Vulgari Storiado (c.1260)], Trad. de J. M. Macías, Alianza, 1982, Madrid, vol. 1, pp. 185-186.