LLAMADO A LA PRIMERA CRUZADA (1095)
Habéis oído, mis muy queridos hermanos, lo que no podemos recordaros sin derramar lágrimas, a qué espantosos suplicios son arrojados en Jerusalén, Antioquía y en todo el Oriente, nuestros hermanos los cristianos, miembros de Cristo. Vuestros hermanos son: se sientan a la misma mesa que vosotros y han bebido de la misma divina leche. Pues tenéis como hermano al mismo Dios y al mismo Cristo. Están sometidos a la esclavitud en sus propias casas; se les ve venir a mendigar ante vuestros mismos ojos; muchos vagan desterrados en su propio país. Se derrama la sangre que Cristo ha rescatado con la suya; la carne cristiana sufre toda clase de injurias y de tormentos. En estas ciudades no se ve más que duelo y miseria, y sólo se oyen gemidos. Cuando os digo esto, mi corazón se rompe; las iglesias, en que desde tantos siglos se celebra el divino sacrificio, son, ¡oh, vergüenza!, convertidas en establos impuros. Las ciudades sagradas son presa de los más malvados de los hombres; los turcos inmundos son dueños de nuestros hermanos. El bienaventurado Pedro ha gobernado la sede de Antioquía; hoy los infieles celebran sus ritos en la Iglesia de Dios y expulsan la religión de Cristo, esta religión que deberían observar y venerar, de los lugares consagrados al Señor desde largo tiempo.
¿Para qué usos sirve ahora la Iglesia de Santa María, construida en el valle de Josafat, en el mismo lugar de su sepultura? ¿Para qué sirve el templo de Salomón, o mejor dicho, el templo del Señor? No os hablamos ya del Santo Sepulcro, pues habéis visto con vuestros ojos con qué abominaciones ha sido manchado, y no obstante, ahí están los lugares en que Dios reposó, ahí fue donde murió por nosotros, pues ahí fue donde le enterraron, y donde se produjo un milagro todos los años en tiempo de la Pasión: cuando todas las luces están apagadas en el Sepulcro y la Iglesia que lo rodea, estas luces vuelven a encenderse por mandato de Dios. ¡Qué corazón no se convertiría con semejante milagro! Lloremos, hermanos, lloremos de continuo; que nuestros gemidos se eleven como los del salmista: ¡desdichados de nosotros! Los tiempos de la profecía se han cumplido; oh, Dios, los gentiles han llegado a la heredad, han mancillado tu santo templo.
Simpaticemos con nuestros hermanos al menos con nuestras lágrimas: seríamos el último de los pueblos si no llorásemos sobre la espantosa desolación de esas comarcas. ¿Por cuántos títulos no merece ser llamada santa, esa tierra en que nuestro pie no puede posarse en ningún punto que no haya sido santificado por la sombra del Salvador, por la gloriosa presencia de la Santa Madre de Dios, por la ilustre estancia de los apóstoles, por la sangre de los mártires que ha corrido con tanta abundancia dejándola como regada por ella
Parlamento de Urbano II en el Concilio de Clermont (según actas)
, en: Reportaje a la Historia, Trad. de R. Ballester, Selección de M. de Riquer, Planeta, 1968, Barcelona, vol. 1, p. 184.