GALERIO INDUCE A DIOCLECIANO A INICIAR LA GRAN PERSECUCIÓN DEL AÑO 303

 

Su madre adoraba a los dioses de las montañas y, dado que era una mujer supersticiosa, ofrecía banquetes sacrificiales casi diariamente y así proporcionaba alimento a sus paisanos. Los cristianos se abstenían de participar y, mientras ella banqueteaba con los paganos, ellos se entregaban al ayuno y la oración. Concibió por ésto odio contra ellos y, con lamentaciones mujeriles, incitaba a su hijo, que no era menos supersticioso que ella, a eliminar a estos hombres. Así pues, durante todo el invierno ambos emperadores tuvieron reuniones a las que nadie era admitido y en las que todos creían que se trataban asuntos del más alto interés público. El anciano se opuso a su apasionamiento tratando de hacerle ver lo pernicioso que sería turbar la paz de la tierra mediante el derramamiento de la sangre de muchas personas. Insistía en que los cristianos acostumbraban a morir con gusto y que era suficiente con prohibir la práctica de esta religión a los funcionarios de palacio y a los soldados. Pero no logró reprimir la locura de este hombre apasionado. Por ello, le pareció oportuno tantear la opinión de sus amigos. Así era, en efecto, su malvado carácter: cuando tomaba alguna medida beneficiosa lo hacía sin pedir previamente consejo, a fin de que las alabanzas recayesen sólo sobre él; por el contrario, cuando la medida era perjudicial, como sabía que se le iba a reprochar, convocaba a consejo a muchos, a fin de que se culpase a otros de aquello de lo que sólo él era responsable.

Se hizo, pues, comparecer a unos pocos altos funcionarios y militares y se les fue interrogando siguiendo el orden jerárquico. Algunos, llevados de su odio personal contra los cristianos, opinaron que éstos debían ser eliminados en cuanto enemigos de los dioses y de los cultos públicos; los que pensaban de otro modo coincidieron con este parecer, tras constatar los deseos de esta persona, bien por temor, bien por deseo de alcanzar una recompensa. Pero ni aún así se doblegó el emperador a dar su asentimiento, sino que prefirió consultar a los dioses y, a tal fin, envió un arúspice al Apolo Milesio. Este respondió como enemigo de la religión divina. Así pues, cambió de idea y, dado que no podía ya oponerse ni a sus amigos, ni al César ni a Apolo, se esforzó, al menos, en que se observase la limitación de que todo se hiciese sin derramamiento de sangre, en tanto que el César deseaba que fuesen quemados vivos los que se negasen a ofrecer sacrificios.

 

Lactancio, De la muerte de los perseguidores, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 131 y s.