ENRIQUE IV CONTRA GREGORIO VII (23 DE MARZO DE 1076)
Enrique, rey no por usurpación sino por la santa ordenación de Dios, a Hildebrando, ya no Papa sino falso monje.
Has merecido bien tal forma de saludo por tu confusión, tú que, en la conducción de las cosas de la Iglesia, has hecho un juego el poner la confusión allí donde uno espera la dignidad, la maldición donde uno espera la bendición. Para no hablar de entre tantas faltas, sino de las más notables, no sólo no has temido poner la mano sobre los dirigentes de la Santa Iglesia, sobre los arzobispos, los obispos, sobre los sacerdotes, siendo como los ungidos del Señor, sino que los has pisoteado como esclavos a los que su amo no rinde cuentas.
¡Por estas crueldades piensas comprar el favor popular! Según tú, ellos no saben nada, sólo tú lo sabes todo, y tal ciencia, tú la vas a destruir, no a construir. Es para creer que el bienaventurado Gregorio, cuyo nombre usurpas, profetizó pensando en ti cuando dijo: "El número de sus fieles exalta a veces el alma del pontífice a tal punto que él estima saber más que todos porque él puede más que todos". Hemos soportado ese orgullo, nosotros que somos los celadores del honor de la Santa Sede. Pero tú has tomado nuestra humildad por debilidad. Así, pues, te has dirigido en contra del poder real, que Dios nos ha concedido. Has osado amenazar con despojarnos, como si hubiésemos recibido el reino de tus manos, como si en tu mano y no en la mano de Dios estuviese el reino y el Imperio.
Es Nuestro Señor Jesucristo el que nos ha llamado al reino. El no te ha llamado al sacerdocio. Tú has escalado los grados con astucia, medio tan opuesto a la profesión monástica, tú has tenido el dinero; por el dinero, el favor; por el favor, las armas; por las armas, la Sede de la Paz. Y en la Sede de la Paz, tú has turbado la paz. Has armado a los súbditos contra los prelados. Les has enseñado a despreciar a nuestros obispos llamados por Dios, tú, que no has sido llamado. Tú has dado a los laicos el ministerio episcopal sobre los sacerdotes, que ellos pueden condenar y deponer como si no lo hubiesen recibido de la mano misma de Dios por la imposición de las manos de los obispos para ser enseñados. A mí mismo que, aunque indigno, que he sido consagrado entre los cristianos para reinar, me has golpeado, a mí que, en virtud de la tradición de los Santos Padres, no puedo ser juzgado sino sólo por Dios, y que sólo por crimen de fe, Dios no lo quiera, podría ser depuesto. El mismo Juliano el Apóstata ha sido remitido para ser juzgado y depuesto no por ellos, sino por Dios mismo.
El mismo San Pedro, verdadero Papa, proclama: "Temed a Dios, honrad al rey". Tú, que no temes a Dios, desprecias en mi persona su precepto. Y San Pablo, quien no se comportaría como ángel del cielo si predicara otra cosa que la verdad, no te ha perdonado, a ti que predicas otra cosa sobre la tierra, pues ha dicho: "Si alguno, yo mismo o un ángel, os predicara otro Evangelio, sea anatema".
Tú, pues, que has sido golpeado por el anatema y condenado por el juicio de todos nuestros obispos y por el nuestro, desciende, abandona la Sede Apostólica que has usurpado; que algún otro ocupe la cátedra de Pedro, otro que no oculte la violencia con el velo de la religión sino que proponga la santa doctrina del apóstol. Yo, Enrique, rey por la gracia de Dios, te digo con todos mis obispos: ¡Desciende, desciende, hombre condenado por los siglos!
En: Monumenta Germaniae Historica, Constitutiones et Acta, I, en: Calmette, J., Textes et Documents d'Histoire, 2, Moyen Age, P.U.F., 1953 (1937), Paris, pp. 120 y s. Trad. del francés por José Marín R.