EL PROBLEMA DE LOS LAPSIS

 

 

 

 

II. Con alegres ojos contemplamos a los confesores, claros por el pregón de su buen nombre y gloriosos por las hazañas de su valor y fidelidad, y, pegándonos a ellos con santos ósculos, a los que por tanto tiempo echábamos de menos, los abrazamos con divina e insaciable gana. Aquí está la blanca cohorte de los soldados de Cristo, los que rompieron la ferocidad turbulenta de la persecución en todo su apremio, preparados a soportar la cárcel, armados a sufrir la misma muerte. Luchasteis valerosamente contra el mundo, disteis a Dios un espectáculo glorioso, os convertisteis en ejemplos para los hermanos por venir. La voz religiosa proclamó a Cristo, en quien una vez confesó creer; las ilustres manos, que sólo se ejercitaron en obras divinas, resistieron a los sacrílegos sacrificios; las bocas, santificadas con la celeste comida después de gustar el cuerpo y la sangre del Señor, rechazaron los profanos contactos y los restos de los sacrificios a los ídolos. Vuestra cabeza permaneció libre del impío y criminal velo, con que allí se cubrían las cautivas cabezas de los sacrificantes. La frente pura con la señal de Dios, no pudo llevar la corona del diablo, sino que se reservó para la corona del Señor.

III. Que nadie, hermanos, pretenda estropear esta gloria; que nadie, con maligna detracción, intente debilitar la incorrupta firmeza de los que se han mantenido en pie. Pasado el día señalado para negar, quien dentro de ese plazo no hizo profesión de paganismo, confesó ser cristiano. El primer título de la victoria es ser prendido por mano de los gentiles y confesar al Señor; el segundo escalón para la gloria es retirarse con cauta huida y reservarse para el Señor. Aquélla es confesión pública; ésta, privada; aquél venció al juez de este mundo; éste, contento con tener por solo juez a Dios, guarda pura su conciencia con integridad de corazón.

VI. Nadie tenía otro afán que aumentar su hacienda, y olvidados de lo que hicieron antes los creyentes en tiempo de los Apóstoles y de lo que en todo tiempo debieran hacer, con insaciable ardor de codicia se entregaban al acrecentamiento de sus bienes. No se veía en los sacerdotes aquella reverencia devota, ni en sus ministerios fidelidad íntegra, ni en sus obras misericordia, ni en sus costumbres disciplina. En los varones, la barba raída; en las mujeres, hermosura colorada. Los ojos, adulterados después que fueron hechos por las manos de Dios; los cabellos, mentirosamente pintados. Astutos fraudes para engañar los corazones de los sencillos; para burlar a los hermanos, arteras voluntades. Unirse en matrimonio con los infieles, prostituir los miembros de Cristo. No sólo jurar temerariamente, sino perjurar, despreciar con soberbia hinchazón a los superiores, maldecirse mutuamente con boca envenenada, dividirse entre sí con odios pertinaces. La mayor parte de los obispos, cuya vida debiera ser exhortación y ejemplo de los demás, despreciando la divina procuraduría, se hacían procuradores de los reyes del mundo y, abandonando su sede, desertando de su pueblo, andaban errantes por provincias ajenas, a la caza de pingües negocios; y mientras en su Iglesia los pobres se morían de hambre, ellos querían tener largamente dinero, se dedicaban a arrebatar heredades con insidiosos fraudes y, multiplicando la usura, a aumentar sus rentas. Siendo tales, ¿qué no merecemos sufrir por nuestros pecados?

VIII. Todo eso, ¡oh, maldad!, cayó para algunos por tierra y se les borró de la memoria. No esperaron, al menos, a ser detenidos para subir a sacrificar, ni a ser interrogados para negar su fe. Muchos fueron vencidos antes de la batalla, derribados sin combate, y no se dejaron a sí mismos el consuelo de parecer que sacrificaban a los ídolos a la fuerza. De buena gana corrieron al foro, espontáneamente se precipitaron a la muerte, como si fuera ello cosas que de tiempo estaban deseando, como si aprovecharan la ocasión que se les ofrecía, que de buena gana hubieran ellos buscado. ¡Cuántos, por venirse a más andar la noche, fueron diferidos por los magistrados para otro día, cuántos llegaron hasta suplicar que no se dilatara su ruina! ¿Qué violencia puede ese tal pretextar para excusar su crimen, cuando fue él mismo quien hizo violencia para perecer? ¡Cómo! Cuando espontáneamente subiste al Capitolio, cuando de buena gana te prestaste a cumplir el terrible crimen, ¿no vaciló tu paso, no se oscureció tu rostro, no te temblaron las entrañas, no se te cayeron los miembros todos? ¿No fueron tus sentidos presa de estupor, no se te pegó la lengua, no te faltó la voz? ¿Con qué pudo estar allí a pie firme el siervo de Dios y hablar y renunciar a Cristo, él, que había renunciado ya al diablo y al mundo? Aquel altar, a que se acercó para morir, ¿no fue más bien una hoguera? ¿Acaso no debía sentir horror y huir de aquel altar del diablo que viera humear y oler con negro hedor, como si fuera la tumba y sepulcro de la propia vida? ¿A qué fin llevar contigo, miserable, una víctima menor, a qué transportar otra mayor para cumplir el sacrificio? Tú mismo eres hostia para esos altares, tú has venido como víctima; allí inmolaste tu salvación; tu fe, tu esperanza, allí las quemaste con funestos fuegos.

X. Ni hay, ¡oh, dolor!, causa alguna justa y grave que excuse tan gran delito. La patria debía abandonarse, arruinarse debía la hacienda antes que cometerlo. Pues, ¿quién de los nacidos no ha de abandonar un día su patria al morir y sufrir quiebra total en su hacienda? Cristo es quien no debe ser abandonado; de la salvación y trono eterno hemos de temer la quiebra.

XI. No debemos, hermanos, disimular la verdad ni callar lo que dio ocasión y fue causa de nuestra herida. A muchos engañó su amor ciego a la hacienda, y no podían estar preparados ni expeditos para la retirada aquellos a quienes ataban, como con trabas, sus riquezas. Estas fueron las ataduras de los que se quedaron; éstas, las cadenas con que se retardó el valor, quedó oprimida la fe, atada la mente, cerrada el alma, de suerte que quienes estaban pegados a lo terreno vinieron a ser presa y comida de la serpiente, que, según sentencia de Dios, se alimenta de tierra.

XIV. Mas ahora, ¿qué heridas pueden mostrar los vencidos, qué llagas de las abiertas entrañas, qué torturas en los miembros, cuando no cayó la fe tras la lucha, sino que la perfidia previno todo combate? Ni excusa tampoco al derrotado la necesidad de su crimen, cuando el crimen es de la voluntad. Y no es que pretenda, al hablar así, sobrecargar la culpa de los hermanos, sino que quiero más bien instigarlos a la súplica de la satisfacción.

XV. Se tapan las heridas de los que están a punto de muerte, y una llaga mortal, que está clavada en las más hondas y ocultas entrañas, se cubre con simulado dolor. Apenas vueltos de las aras del diablo, se acercan al sacramento del Señor con sucias manos que apestan de olor a grasa de los sacrificios; mientras están todavía poco menos que eructando los mortíferos manjares de los ídolos, y sus gargantas exhalan aún su crimen y despiden olor de aquellos funestos contactos, se precipitan sobre el cuerpo del Señor.

XXV. Ni se forjen tampoco ilusiones sobre no hacer penitencia los que si no se contaminaron con los nefandos sacrificios, mancharon, sin embargo, sus conciencias con los certificados de sacrificios. También eso fue abierta negación.

XXXV. Cuan grande fue nuestro delito, otro tanto lo sea nuestro llanto. A una herida profunda no falte diligente y larga medicina; la penitencia no sea menor que el pecado. ¿Con qué piensas tú que puede aprisa aplacarse Dios a quien con pérfidas palabras negaste, a quien pusiste por bajo de tu hacienda, cuyo templo violaste con sacrílego contacto? ¿Piensas que va El fácilmente a compadecerse de ti, que dijiste no era tu Dios? Es preciso orar y suplicar más fervorosamente, pasar el día de luto, las noches en vigilia y lágrimas, llenar el tiempo todo de lamentos lagrimosos; tendidos en el suelo, pegarnos a la ceniza, envolvernos en cilicio y sucios vestidos, no querer tras el vestido perdido de Cristo vestidura alguna, después de la comida del diablo preferir el ayuno, darnos a las buenas obras por las que se limpian los pecados, practicar frecuentes limosnas por las que las almas se libran de la muerte.

 

Cipriano, De Lapsis, II y III, en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 120-124.