DE LA SITUACIÓN ANTERIOR A LA PERSECUCIÓN DE NUESTROS DÍAS

 

 1. Explicar como se merece cuáles y cuán grandes fueron, antes de la persecución de nuestro tiempo, la gloria y la libertad de que gozó entre todos los hombres, griegos y bárbaros, la doctrina de la piedad para con el Dios de todas las cosas, anunciada al mundo por medio de Cristo, es empresa que nos desborda.

2. Sin embargo, pruebas de ello podrían ser acogidas de los soberanos para con los nuestros, a quienes incluso encomendaban el gobierno de las provincias, dispensándoles de la angustia de tener que sacrificar, por la mucha amistad que reservaban a nuestra doctrina.

3. ¿Qué necesidad hay de hablar de los que estaban en los palacios imperiales y de los supremos magistrados? Estos consentían que sus familiares -esposas, hijos y criados- obraran abiertamente, con toda libertad, con su palabra y su conducta, en lo referente a la doctrina divina, casi permitiéndoles incluso gloriarse de la libertad de su fe. Los consideraban muy especialmente dignos de aceptación, aún más que a sus compañeros de servicio.

4. Tal era el famoso Doroteo, el mejor dispuesto y más fiel de todos para con ellos y por esta causa el más distinguido con honores, más incluso que los que ocupaban cargos y gobierno. Y con él el célebre Gorgonio y cuantos fueron considerados dignos del mismo honor que ellos, por razón de la palabra de Dios.

5. ¡Era de ver también de qué favor todos los procuradores y gobernadores juzgaban dignos a los dirigentes de la Iglesia! ¿Y quién podría describir aquellas concentraciones de miles de hombres y aquellas muchedumbres de las reuniones de cada ciudad, lo mismo que las célebres concurrencias en los lugares de oración? Por causa de éstos, precisamente, no contentos ya en modo alguno con los antiguos edificios, levantaron desde los cimientos iglesias de gran amplitud por todas las ciudades.

 

6. Esto con el tiempo iba avanzando y cobrando cada día mayor acrecentamiento y grandeza, sin que envidia alguna lo impidiera y sin que un mal demonio fuera capaz de hacerlo malograr ni obstaculizarlo con conjuros de hombres, en tanto que la celestial mano de Dios protegía y custodiaba a su propio pueblo porque en realidad lo merecía.

7. Pero desde que nuestra conducta cambió, pasando de una mayor libertad al orgullo y la negligencia, y los unos empezaron a envidiar e injuriar a los otros, faltando poco para que nos hiciéramos la guerra mutuamente con las armas llegado el caso, y los jefes desgarraban a los jefes con las lanzas de las palabras, los pueblos se sublevaban contra los pueblos y una hipocresía y disimulo sin nombre alcanzaban el más alto grado de malicia, entonces el juicio de Dios, con parsimonia, como gusta de hacerlo, cuando aún se reunían las asambleas, iba suave y moderadamente suscitando su visita, comenzando la persecución por los hermanos que militaban en el ejército.

8. Y nosotros, como si estuviéramos insensibles, no nos preocupábamos de cómo hacernos benévola y propicia la divinidad, sino que, como algunos ateos que piensan que nuestros asuntos escapan a todo cuidado e inspección, íbamos acumulando maldades sobre maldades, y los que parecían ser nuestros pastores rechazaban la norma de la religión, inflamándose con mutuas rivalidades, y no hacían más que agrandar las rencillas, las amenazas, la rivalidad y la enemistad y odio recíprocos, reclamando encarnizadamente para sí el objeto de su ambición como si fuera el poder absoluto. Entonces sí, entonces fue cuando, según dice Jeremías: oscureció el Señor en su cólera a la hija de Sión y precipitó del cielo abajo la gloria de Israel, sin acordarse del escabel de sus pies en el día de su ira; antes bien, el Señor sumergió en lo profundo a todas las bellezas de Israel y destruyó todas sus vallas;

9. y según lo profetizado en los salmos, destruyó el testamento de su siervo y con la ruina de las iglesias profanó su santuario, destruyó todas sus vallas y plantó la cobardía en sus fortalezas. Y todos los caminantes saqueaban al pasar a las muchedumbres del pueblo y, por si esto fuera poco, se convirtió en baldón para sus vecinos. Porque exaltó la diestra de sus enemigos y desvió la ayuda de su espada y no le sostuvo en la guerra, sino que incluso le despojó de su pureza, derribó por el suelo su trono, acortó los días de su tiempo y, por último, extendió su ignominia.

 

Eusebio de Cesárea,Historia Eclesiástica, VIII, 1 en: Cruz, N., "Relaciones Cristianismo-Imperio Romano. Siglos I, II, III", en: Revista de Historia Universal, nº 8, 1987, Santiago, pp. 127 y ss.