CARTA DE ENRIQUE IV A GREGORIO VII PROMETIENDO SUMISIÓN (SEPTIEMBRE DE 1073)
Al más vigilante y amadísimo señor, Papa Gregorio, investido, por la voluntad divina, con la dignidad apostólica, Enrique, rey de los romanos por la gracia de Dios, ofrece su debido y fiel servicio.
Reino y Sacerdocio, si han de ser debidamente administrados en Cristo, necesitan su ayuda constante, y por lo tanto, mi amado señor y padre, nunca debe haber disensión entre ellos, sino que deben unirse más inseparablemente el uno al otro con los lazos de Cristo. Pues así, y no de otro modo, pueden ser conservadas la armonía de la unidad cristiana y la institución de la Iglesia en un lazo de amor y paz perfecta, pero nosotros, que ahora hemos tenido por algún tiempo, y por la voluntad de Dios, el oficio real, no hemos mostrado en todo tiempo hacia el Sacerdocio el honor y la reverencia que le eran debidos. No sin razón hemos llevado la espada de la justicia que Dios nos ha confiado; pero no siempre la hemos desenvainado contra el culpable como hubiera sido nuestra obligación. Ahora, sin embargo, un tanto arrepentidos y pesarosos por la divina misericordia, nos volvemos hacia vuestra paternal indulgencia, acusándonos a nosotros mismos y confiándonos a vos en el Señor para que podamos ser encontrados dignos de absolución por vuestra autoridad apostólica.
Ay de mí, culpable e infiel, que lo soy en parte por los impulsos de mi juventud engañosa, en parte por los consejos seductores de mis consejeros, he pecado contra el cielo y ante vosotros con deslealtad fraudulenta, y no soy digno de ser llamado más vuestro hijo, no sólo he usurpado propiedad de la Iglesia, sino que también he vendido las mismas iglesias a hombres indignos, personas emponzoñadas con el veneno de la simonía, hombres que entraron no por la puerta sino por otros caminos, y no he defendido a la Iglesia como debería haberlo hecho.
Pero ahora, puesto que yo no puedo ordenar las iglesias por mí mismo sin vuestra autoridad, os pido muy ansiosamente vuestro consejo y ayuda en este y otros asuntos míos. Seguiré escrupulosamente vuestras instrucciones en todas las cosas, y, en primer lugar, en lo tocante a la Iglesia de Milán, que ha caído en error por culpa mía, os ruego que sea restaurada según la ley por vuestra sentencia apostólica, y después, que procedáis al ordenamiento de otras iglesias de vuestra autoridad. No faltaré, Dios lo quiera, y os ruego humildemente vuestra ayuda paternal en todos mis asuntos. Recibiréis pronto cartas mías de manos de mensajeros dignísimos y por boca de ellos lo sabréis, Dios lo quiera, lo demás.
En: Gallego Blanco, E., Relaciones entre la Iglesia y el Estado en la Edad Media, Biblioteca de Política y Sociología de Occidente, 1973, Madrid, p. 115.