El Mundo Bizantino
I. El imperio cristiano oriental y sus dos apogeos: de la época de Justiniano a la dinastía Macedonia (ss. VI-XI)
En el año 657 a.C. un grupo de colonos procedentes de la ciudad griega de Megara alcanzaron las riberas del Bósforo y fundaron una ciudad a la que llamaron Bizancio. Casi mil años más tarde, sobre sus cimientos se funda la Nueva Roma, o Constantinopla, recordando a Constantino el Grande (305-337), su ilustre fundador, ciudad llamada a ser la capital de uno de los imperios más originales de la Historia y cuyo influjo se hizo sentir notablemente sobre las tres civilizaciones del Mediterráneo: la Cristiana Ortodoxa -que nombramos en primer lugar por ser heredera directa de Bizancio-, la Cristiana Occidental, y la Islámica. El Imperio Bizantino es una de las pocas formas políticas de su tipo con fecha de fundación precisa: el 11 de mayo del 330 d.C. Conocemos también con exactitud la fecha de su fin: 29 de mayo de 1453. Durante la mayor parte de esos 1123 años el Imperio Bizantino mantuvo su preeminencia como el "estado" más importante del Mediterráneo.
A lo largo de toda su historia los bizantinos se sintieron –con justicia- herederos del Imperio Romano, por lo que siempre se llamaron a sí mismos “romanos”, y su emperador era el basileus ton roméon, el emperador de los romanos. Efectivamente, la organización administrativa, militar y económica revelan la fuerte filiación entre Roma y Bizancio. Pero también hunde sus raíces la civilización Bizantina en el mundo helénico y, más exactamente, helenístico: el lujo asiático y la refinada liturgia imperial, junto a la lengua griega, de uso corriente en el Imperio, dan cuenta de ello. Finalmente, el cristianismo, que modeló el ser histórico bizantino, un cristianismo que se distanciará cada vez más de la Roma Católica hasta constituirse en lo que hoy llamamos cristiandad ortodoxa o greco-oriental, cuyo centro, por siglos, fue el Patriarcado de Constantinopla, cuya existencia data del año 381, cuando se celebró en dicha ciudad un Concilio Ecuménico. Las características fundamentales del Imperio Bizantino se pueden resumir así: Romano por convicción, helénico por lengua y cultura, oriental en muchas de sus costumbres y sujeto a los imperativos cristianos. Se llegó así a configurar una verdadera “nacionalidad” bizantina, sustentada en una lengua y cultura comunes a todo el Imperio, y en el cristianismo como factor de unidad espiritual –a pesar de una primera época marcada por las disputas cristológicas, especialmente duras contra los nestorianos y monofisitas-. De esta forma, la Civilización Bizantina es la maduración del Mundo Grecorromano, pues supo añadir a la unidad política, la unidad religiosa y cultural.
Los años que corren entre los siglos IV al VI y hasta comienzos del VII, marcan el fin del imperio Romano como tal y el comienzo del Imperio Bizantino, un proceso en el cual, de forma cada vez más acentuada, se abandona el ancestro romano para asumir una forma y un contenido cada vez más griegos. Ya la división del Imperio Romano en Occidente y Oriente, llevada a cabo por Teodosio I en 395, daba cuenta del reconocimiento de dos ámbitos culturales, uno latino y el otro griego, y desde esta época se estará frente a dos historias distintas y particulares. Mientras la Parte Occidental del Imperio sucumbe ante las acometidas bárbaras -ruralizándose, empobreciéndose y atomizándose-, la Parte Oriental logra sobrevivir -mérito suficiente para quedar en las páginas de la Historia- todo un milenio, conservando una rica vida urbana, una amplia circulación monetaria y un poder central vigoroso y consciente de su misión histórica: llevar a los pueblos bárbaros la luz de la Civilización Cristiana.
Justiniano (527-565), con razón llamado “el Grande”, es el “último” emperador romano y el “primero” del Imperio Bizantino. Fue bajo sus auspicios que se construyó la iglesia más grande, hasta entonces, de la cristiandad: la catedral de Hagia Sophia o santa Sofía, dedicada a la Santa Sabiduría que debe iluminar al Imperio, y que hoy sigue en pie desafiando el paso de los siglos, testimonio inigualable del espíritu bizantino, verdadera joya arquitectónica y artística, decorada con hermosos mosaicos –todos posteriores al siglo VIII, eso sí- que aún conmueven interiormente a quien los contempla, y coronada con una majestuosa cúpula de treinta metros de diámetro que, al decir de los contemporáneos, parece estar suspendida en el aire. Los enviados del príncipe Vladimir de Kiev, en el año 988, nos legaron la siguiente impresión de la megalé eklesia (gran iglesia). A un costado de Santa Sofía, se erigió la iglesia de Hagia Eirene, santa Irene, dedicada a la Santa Paz del Imperio; Santa Irene es a Bizancio, lo que el Ara Pacis a la antigua Roma
Con Justiniano –que ha sido llamado un “Jano colosal” a horcajadas entre el mundo antiguo y el medieval- se cierra prácticamente el “ciclo latino” y triunfan las tendencias helenizantes. Por un lado, fiel a la tradición romana, y después de sellar la paz con el Imperio Persa en 532, se lanza a la aventura de reconquistar para el Imperio el Mediterráneo, logrando imponer un dominio efectivo en el Levante español, (554-626), norte de Africa (535-698), Italia, (553-568), empresa en la que comprometió todos los recursos económicos, militares y diplomáticos del Imperio, pero que no tuvo resultados duraderos y después de la cual Bizancio concentrará sus energías en el Oriente. Por otra parte, bajo su mandato se realiza una hercúlea labor de recopilación del Derecho Romano, el Corpus Iuris Civilis (528-535), en latín; sin embargo, es en su época cuando se comienza a legislar en griego, de más fácil comprensión puesto que era la lengua corriente en el Imperio. El patriotismo romano, así, cede ante el patriotismo griego, ya que es el griego, ahora, la “patrios foné”, la lengua patria. El predominio de la lengua helénica en el oriente bizantino permitirá la comunicación fluida con el pasado helénico clásico y con la patrística cristiana que, como se aprecia en los escritos de San Basilio Magno (330-379) o de Gregorio Nacianceno (379-381), se había nutrido del pensamiento filosófico griego. Efectivamente, la lógica aristotélica fue puesta al servicio del pensamiento teológico, convirtiéndose en la más estudiada por los teólogos bizantinos. Este contacto con el pasado clásico se mantendrá siempre en el Imperio, y puede decirse que el helenismo bizantino es a la Edad Media lo que el helenismo clásico es a la Antigüedad.
Expansión, contención y repliegue, parecen ser tres conceptos claves al momento de ponderar los hechos que marcan la segunda mitad del siglo VI. Si Justiniano el Grande , claramente, representa una fase expansiva, ya desde la época de su sucesor, Justino II (565-578), las condiciones comenzaron a volverse adversas, y a fines del reinado de Tiberio II (578-582), apenas puede mantenerse una política de contención, mientras el tejido del imperio comienza a crujir. Tiberio II y Mauricio (582-602) cierran ya la etapa de contención y durante su época comienza el repliegue, fruto de dos constantes y graves problemas: multiplicación de los frentes y escasos recursos humanos y económicos para estabilizarlos. A pesar de los esfuerzos de Mauricio, quien a duras penas intentó conservar el Imperio que recibió, ya con Focas y su funesto gobierno, y luego con Heraclio, quien al menos pudo recuperar parte de las provincias orientales, Bizancio se desentiende finalmente de las provincias occidentales. La etapa de repliegue, que incluirá los Balcanes, recién comenzará a ser superada a fines del siglo VIII y comienzos de la centuria siguiente.
Al finalizar este período, a principios del siglo VII, ya estamos frente a un Imperio griego y cristiano, hecho que quedó plasmado en el título imperial que adoptó en 629 el emperador Heraclio (610-641): “Basiléus Roméion Pistós en Christo”, “Emperador de los Romanos fiel en Cristo”. Podemos decir, recogiendo palabras de D. Zakythinós, que aún quedará parte de "la tradición romana, sí, pero enriquecida por la experiencia helenística, humanizada por la concepción griega de la dignidad humana y su noción del bien común, y temperada por el cristianismo". Fue bajo el gobierno de este emperador que Bizancio vivió algunos de sus momentos más críticos, asediado por ávaros y eslavos en el oeste y por persas en el este. El año 626 es especialmente significativo, puesto que –estando el basileus ocupado en el frente oriental- ávaros, eslavos y persas lanzaron un ataque concertado contra Constantinopla: los ávaros y eslavos, derrotados, dejaron de constituir una amenaza, y los persas, después de sucesivas campañas, son también definitivamente vencidos el año 629, recuperándose la Santa Cruz –la reliquia más venerada de la cristiandad- que los persas habían sustraído de Jerusalén, donde la llevará de vuelta Heraclio –los contemporáneos, como el poeta Jorge Pisides, lo verán como un Nuevo David, ya que como aquel llevó el Arca de la Alianza al templo, éste hacía lo propio con la Santa Cruz; la posteridad reconocerá en Heraclio al “Primer Cruzado” y su nombre y hazañas entrarán en la literatura épica bizantina-.
De los tres imperios en pugna sólo el bizantino logrará proyectarse históricamente; los ávaros desaparecerán del horizonte histórico a fines del siglo VIII en época de Carlomagno, y la Persia sassánida no podrá hacer frente a los musulmanes que se hacen con el poder en la región entre el 636 y el 642. El Imperio Bizantino por su parte, perderá durante doscientos años las provincias balcánicas en manos de los eslavos, y tampoco pudo defender Siria, Palestina y Egipto del Islam que avanzaba en una expansión fulminante: Damasco cayó en 635, Jerusalén en 638, Alejandría en 642.
Entre los siglos VII y IX se produce la llamada "Gran Brecha del Helenismo", abismo que separa dos paisajes históricos bien definidos. Es el fin de una era que, para los griegos, se remonta, sin interrupción, hasta la Antigüedad Clásica. Es una verdadera "edad oscura", cuyos orígenes están relacionados con las invasiones ávaro-eslavas y búlgaras, que convulsionan la vida en los Balcanes. interrumpiendo de esta manera las comunicaciones con el Occidente Latino.
A esta crisis exterior se suma otra interior, que conmocionó al Imperio por más de un siglo (726-843): la Querella de las Imágenes. El arte bizantino no tiene como fin el mero goce estético, sensorial, sino que debe producir una conmoción que eleve el alma hacia Dios: "per visibilia ad invisibilia", de los visible y corpóreo, hacia lo invisible e incorpóreo, decía el Pseudo Dionisio Areopagita. En la defensa de la veneración de los íconos los bizantinos se jugaban, pues, la Salvación de sus almas, y es ésto lo que explica la férrea disposición que manifestaron al defender sus creencias. El triunfo de los iconodulos, veneradores de imágenes, en 843 -la Fiesta de la Ortodoxia, verdadera efeméride nacional bizantina-, marca también el triunfo del helenismo cristianizado.
La "Gran Brecha" es un período crítico del cual Bizancio emergerá poderoso y revitalizado militar, política y culturalmente. En aquellas regiones donde se restituía el dominio imperial, se creaba un thema, es decir, una provincia gobernada por un estratega en cuyas manos se concentraba el poder civil y militar, y cuya misión consistía en asegurar la sumisión de la región, administrarla y protegerla de nuevos peligros. Cada thema, además, contaba con un destacamento de soldados, los stratiotas, a quienes se instalaba como colonos en tierras entregadas a cambio de su defensa. Así, pues, estos soldados-colonos hacen soberanía habitando, defendiendo, cultivando y pagando sus impuestos, ya que se trató de una medida cívico-militar que tuvo repercusiones socio-económicas de largo alcance. Si originalmente la palabra thema designaba un cuerpo militar, más tarde termina por designar una división territorial, cambio que se opera entre fines del siglo VII y comienzos del VIII. La organización del Imperio en themas ―un puzzle no resuelto aún del todo por la historiografía―, característica del siglo X, habría tenido su origen, según unos, en las reformas de Heraclio y, según otros, en la excepcional unión que hizo Justiniano del poder civil y militar y la posterior creación de los exarcados en época del emperador Mauricio. Como sea, estas “provincias de avanzada” constituyeron una pieza clave en la recuperación bizantina que se constata desde las primeras décadas del siglo IX. Precisamente una de las claves de la recuperación imperial durante la época de la dinastía macedonia, fue la protección del pequeño campesinado libre, cuyo origen está asociado a la constitución de los themas.
Entre los años 850 y 1050 se vive en el Imperio un verdadero florecimiento intelectual -es el llamado "Renacimiento Macedonio"- en torno a los estudios clásicos. Este segundo apogeo es menos conocido que el de Justiniano, y no sólo duró más tiempo sino que tuvo también efectos más duraderos. Un hito importante en este proceso lo constituye la reorganización de la Universidad de Constantinopla, obra del César Bardas, a mediados del siglo IX. En esta época se habla y se escribe en el Imperio un griego excelente, y en los siglos XI y XII en una forma muy próxima al clásico.
Sin duda que una de las figuras más destacadas de este período es la del patriarca Focio (810-893), tristemente célebre por el cisma eclesiástico que protagonizó. Su legado más importante lo constituye una obra conocida como la Biblioteca, selección y comentario de 279 obras, entre las cuales se cuentan autores griegos clásicos, helenísticos y cristianos. Focio prestó un gran servicio a la posteridad, ya que muchas obras de la Antigüedad las conocemos hoy sólo gracias a la preocupación del patriarca. Otro libro de Focio, en el que demuestra su preocupación por la lengua helénica, es un diccionario etimológico, el Lexicon. Focio es, en verdad, el hombre que, después de la interrupción iconoclasta, supo ligar fuertemente y en forma definitiva a Bizancio con la Grecia clásica.
Al recordar a los grandes humanistas bizantinos, no se puede dejar de nombrar a Constantino VII Porphyrogénito (913-949), de mediados del siglo X, quien, si bien no fue un gran emperador, sí fue un intelectual de gran valor. Gracias a su obra Sobre las Ceremonias, conocemos en detalle el fastuoso ceremonial de la Corte de Constantinopla; en Sobre los Themas encontramos una excelente exposición y descripción de las provincias imperiales, involucrando geografía e historia; quizá su obra más relevante sea el De Administrando Imperio, dedicada a su hijo, un verdadero manual acerca de cómo debe dirigirse el Imperio, con una interesante descripción de sus pueblos vecinos y recomendaciones que el emperador debe seguir al entrar en relación con cada uno de ellos. Constantino VII se rodeó de una corte de sabios, destacándose como uno de los pocos casos de mecenas en la Edad Media.
La entrada de los eslavos en la Historia Universal es, también, obra de bizantinos, quienes los evangelizaron y civilizaron. Es durante la época de Focio cuando la expansión misionera de Bizancio se encuentra en su cúspide. En aquel tiempo, dos hermanos, Cirilo (827-869) y Metodio (815-885), crean un alfabeto, el glagolítico -origen del actual alfabeto cirílico-, para traducir a la lengua eslava las Sagradas Escrituras. Serbios, búlgaros y rusos, principalmente, aunque también moravos e incluso croatas en un primer momento, recibirán el bautismo de manos de sacerdotes griegos, y cada uno de estos pueblos gozará de un privilegio que no existirá en Occidente hasta el siglo XX: la liturgia en lengua vernácula. A la traducción de escritos religiosos siguió pronto la de obras profanas, integrándose las naciones eslavas a la cultura greco-bizantina. Los pueblos eslavos, así, deben a Bizancio, específicamente a Cirilo y Metodio -así como también a los desvelos del patriarca Focio y al apoyo del emperador Miguel III (842-867)- su tradición literaria. Pero no sólo la religión y la literatura: recibieron de los bizantinos el Derecho, las formas de organización política, el pensamiento filosófico, la arquitectura y el arte. En resumen, Bizancio evangelizó y civilizó en forma completa y total a los pueblos eslavos, quienes, incluso, ampliaron el área de influencia bizantina: los búlgaros transmitieron este legado a los válacos -ancestros de los rumanos-, mientras que los rusos se lo enseñaron a los lituanos.
II. Los últimos tiempos del Imperio: crisis, cisma y caída.
La contracción territorial. En el siglo XI comenzó a escribirse la dramática crónica del fin del Imperio Bizantino, aunque en el largo camino hacia el colapso se podrán encontrar aún momentos de grandeza, heroísmo y solidez cultural. El primer síntoma grave de la debilidad política, económica y militar del imperio, tras la desaparición de la dinastía Macedonia (867-1059), fue sin duda el desastre de Manzikert (1071), cuando no sólo el ejército bizantino sufrió una aplastante derrota, sino además, el mismo emperador Romano IV (1068-1071) fue hecho prisionero por el enemigo: los temibles selyuquíes. Al mismo tiempo, pero en el flanco occidental, el reino normando de Sicilia arrebataba a Constantinopla sus últimas posesiones en Italia, al apoderarse del estratégico puerto de Bari. La historia del Imperio ya no volvería a ser la misma; Bizancio no sólo no pudo reconquistar todos los territorios perdidos, sino que, incluso, en las centurias siguientes tuvo que ver a su Corte Imperial instalada en el exilio, ser testigo del desmembramiento progresivo de sus dominios (por ejemplo, el Despotado de Morea o del Epiro), y presenciar, sin gran poder de intervención en el proceso, cómo sus dominios directos se reducían cada vez más en manos de los turcos, primero selyuquíes y luego otomanos, hasta que finalmente la Capital se confunde con el Imperio todo, quedando como una ínsula cristiana en medio de un océano islámico. El Imperio había ido cayendo poco a poco, igual que algunos de sus vecinos, varios de ellos otrora poderosos estados rivales. Asia Menor, zona clave desde el punto de vista estratégico y económico, ya en el siglo XIV está en poder de los turcos, quienes también avanzan ya sobre Europa conquistando la región de los estrechos; la caída de la importante ciudad de Adrianópolis, era cuestión de tiempo, y desde allí el camino quedaba abierto hacia la Europa Balcánica: Serbia y Bulgaria debieron aceptar el yugo otomano, que ya entonces se empinaba como un Imperio euroasiático.
La crisis económica. Por otro lado, la moneda bizantina, que se había mantenido más o menos incólume por casi ochocientos años, sufre su primera gran devaluación, un golpe del cual la economía bizantina no se recuperará nunca. La época en que todo el Mediterráneo transaba con la moneda bizantina, el solidus, quedaba atrás. En buena medida, el deterioro económico tuvo que ver con el abandono de las prudentes políticas de protección del pequeño campesinado que se había aplicado en época Macedónica, cuando el Imperio alcanzó el pináculo de su poderío. Las políticas económicas entonces buscaban fomentar la producción del pequeño propietario, asegurando de paso el servicio militar y el pago de impuestos. En el siglo XI la llegada de los Comneno al poder supuso el triunfo de la aristocracia bizantina latifundista (los llamados dynatoi), frente al cual el pequeño propietario derivó en un paroiko, una suerte de vasallo. Si el sistema macedónico garantizaba producción, defensa e impuestos, el nuevo implicaba desincentiva al pequeño productor, cuyo servicio militar quedó ligado al señor, así como el pago de los impuestos, cuestión que se agrava al considerar la excoussía, esto es, la excención del pago de los tributos que a veces se concedía a los dynatoi.
Debilitada su base económica, Bizancio entró en un lento proceso de declinación, sin que hubiese ningún plan de conjunto para hacerle frente. Si los mercados internos sufrieron una contracción, los externos se vieron afectados por las frecuentes guerras.
El testimonio de algunos cronistas del siglo XIV es elocuente. Nicéforo Gregoras, dice: “La tierra ha quedado sin cultivar, la campiña está completamente desierta y, por así decirlo, en estado salvaje. Los latinos se han apoderado no sólo de toda la riqueza de los bizantinos y de casi todos los productos del mar, sino también de todos los recursos que alimentaban el tesoro imperial.” Juan Cantacuceno, por su parte, señala: “Ya no hay dinero en ninguna parte. Las reservas se han agotado, las joyas imperiales han sido vendidas, los impuestos no producen nada porque el país está en la ruina.”
El broche de oro habría de ser la imprudente visita de Juan V, en 1369, a Venecia, después de haber pasado por Roma para tratar cuestiones relativas a la unión de la Iglesia. El Dogo de Venecia retuvo –preso, en la práctica- al emperador por empréstitos no satisfechos. Hasta 1371, cuando su hijo Manuel acudió en su rescate con el dinero suficiente, no pudo Juan regresar a Constantinopla. La afrenta tiene dimensiones económicas y políticas, pero también, por así decir, psicológicas, por lo que significó ver al emperador comprometido en tan penosa situación. Cabe recordar que, a la muerte de Juan en 1391, la Capital era prácticamente ya una ciudad sitiada.
Política y Cultura en la época de los Comneno. La estabilidad política llegaría de la mano de la dinastía de los Comneno (1081-1185). Era la primera vez que una familia de la aristocracia imperial llegaba al poder. Su gobierno tuvo luces y sombras. Se destacó Alejo I (1081-1118) por sus afanes en ordenar la administración imperial y por sus campañas militares. Al mismo tiempo, su madre y su esposa, emperatrices devotas, se dedicaron a la depuración moral de la corte y a la promoción de los estudios. Ana Comnena (1983-1153) refleja muy bien este momento: no sólo llegó a ser el centro de un círculo aristotélico, sino que también gracias a su Alexíada, la historia épico-biográfica de su padre, se convirtió en la única historiadora de la Edad Media.
Mientras Bizancio tambaleaba, en el oeste del Mediterráneo se encumbraban nuevas potencias, como Venecia, Génova o, más tarde, Aragón y Cataluña. Por otra parte, dado el desfavorable tratado aduanero firmado con Venecia en 1082, no sólo se resintió la economía imperial, sino que afectó las relaciones con el occidente medieval, alentando los sentimientos antilatinos, llevados al paroxismo tras el vergonzoso saqueo de Constantinopla de 1204, triste episodio que ya había sido vaticinado por Ana Comneno. En otro ámbito, junto al renovado interés por la filosofía clásica, encarnado en Miguel Psellós (1018-1078) y Juan Italós (c. 1025-c. 1082), también se dio un movimiento conservador y rigorista que terminó por frenar el estudio de una filosofía que, se la acusaba, pecaba de exceso de paganismo. El siglo XI culmina con la llegada de los cruzados a Constantinopla en 1097, y el siglo siguiente está marcado por las expediciones militares a Oriente, generando roces y conflictos entre la cristiandad constantipolitana y la romana, hasta alcanzar su clímax en el ya mencionado saque de la capital en 1204.
El cisma. De hecho, el verdadero cisma de la Cristiandad debe ser comprendido, precisamente y como Paul Lemerle ya lo demostró, a partir de la Cuarta Cruzada, acción que, entendida como una “guerra santa” por los latinos, resultaba no sólo del todo incomprensible para los bizantinos, sino que además les parecía peligrosa y quimérica, lo que se traducía en una indifirencia que irritaba a los cruzados. Desde una perspectiva más amplia deben considerarse las enormes diferencias históricas y culturales -más allá de los problemas eclesiásticos o dogmátcos- que ya se habían hecho manifiestas entre la Cristiandad Latina y la Griega, provocando roces y conflictos pero no rupturas de carácter permanente. El cisma de Focio (867) y el cisma de Miguel Cerulario (1054), marcan hitos de gran relevancia en el distanciamiento paulatino entre Roma y Constantinopla, pero en ningún caso llevaron al quiebre definitivo entre ambas cristiandades, como ha querido la historiografía, que siempre busca fechas emblemáticas para abrir o cerrar períodos históricos. No obstante, se debe tener en cuenta que, tras el lamentable incidente entre el cardenal legado, Humberto de Silva Cándida (c. 1000-1061), y el patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario (c. 1000-1059), las relaciones entre ambas cristiandades se restablecieron, y el episodio es apenas referido por los cronistas de la época. En efecto, el verdadero coup de grâce a las relaciones entre Oriente y Occidente, llegaría junto con la Cuarta Cruzada que, en 1204 y desviada de su objetivo Egipto, llevó a los cruzados a tomar Constantinopla y, previo saqueo, instaurar un Imperio Latino que duraría cincuenta y siete años. Tal actitud era, para los bizantinos, incomprensible entre cristianos y, por tanto, una confirmación más del carácter barbárico de los occidentales, quienes supuestamente actuaban con la anuencia del Papa Inocencio III (1198-1216), aun cuando éste sancionara, incluso con la excomunión, tan lamentable episodio. Como sea, la IV Cruzada aceleró irremediablemente el proceso de desintegración del Imperio Bizantino. Al mismo tiempo, dado el traumatismo causado por el comportamiento de los cruzados y la frustración griega, nació un nuevo “patriotismo bizantino”, marcado por el odio antilatino y los sueños de restauración del Imperio.
Desde el siglo XIII Roma y Constantinopla representarán dos mundos irreconciliables: el resentimiento de los bizantinos y la indiferencia de Occidente frente a la angustia del Imperio amenazado por los turcos otomanos, harán infructuosos los intentos por unir ambas iglesias. A comienzos del siglo XV, en el Concilio de Florencia-Ferrara (1439), se intentó la unión, declarando superadas las diferencias; pero en Constantinopla la respuesta fue categórica: el Duque Lucas Notaras dijo que prefería el turbante musulmán a la tiara pontificia y, efectivamente, a pesar de los sufrimientos que acarreó la turcocracia, el Sultán de la Sublime Puerta permitió a la iglesia griega conservar su espíritu peculiar, cosa que Roma con toda probabilidad habría negado. Fue el epílogo de un largo proceso en el cual no faltaron los serios intentos, de una y otra parte, por unir ambas cristiandades. De hecho, desde 1261 hasta la caída de Constantinopla se cuentan once emperadores, y todos buscaron la unión de ambas cristiandades.
El fin del Imperio. En 1261 se recuperó la Capital, después del exilio en Nicea, época en la cual la labor de los Lascáridas fue notable, destacándose como buenos gobernantes que supieron mantener viva la idea imperial. Además, supieron darle un nuevo aire de vitalidad a economía agraria y el comercio, frenando, al menos momentáneamente, la presión de las potencias italianas, protegiendo la industria textil.
Es interesante, hacer mención de una obra de carácter político, del bizantino Nicéphoro Blemmydes († c. 1272), quien supo mantener en alto la noción de Imperio en medio de los avatares del exilio en Nicea, llamando la atención acerca del ser y deber ser de la dignidad imperial, testimonio elocuente de la vigencia de los ideales bizantinos aun en los momentos más dramáticos de su existencia. Nicéphoro Blemmydes fue un cristiano, filósofo y poeta de una personalidad fuerte y polémica. Su tratado político es el Andrias Basilikon, obra en la cual se preocupa de las virtudes del emperador y los fines del Imperio.
En fin, la inesperada recuperación de la Capital fue vista, casi, como un milagro. Constantinopla seguía confiando en la defensa sobrenatural de su Imperio, como se aprecia, por una parte, en la acuñación de monedas en 1261 (en las que, sobre el fondo de la ciudad amurallada, se representa a la Virgen en actitud orante) o, por otra, en la magnífica deesis de Santa Sofía, que dan cuenta de este singular momento en el cual se mezcla la tragedia con el drama, en medio de la alegría.
Finalmente, en los siglos XIII y XIV se vuelven a estudiar los autores clásicos y cristianos con renovado vigor, tal vez debido a que se tuvo conciencia del desastre que se aproximaba, de modo que se buscaba intensamente, frente a los tiempos adversos, un consuelo en aquel pasado esplendoroso, buscando allí las respuestas para las dramáticas interrogantes del momento. Sabios bizantinos de renombre, como Crisolaras o Gemistus Plethon, emigraron a Italia impulsando allí los estudios clásicos, primeros pasos del Renacimiento Occidental de los siglos XIV, XV y XVI, mientras que otros sabios griegos fueron acogidos en diversas cortes occidentales.
De esta época data también uno de los monumentos artísticos más impresionantes de Bizancio: la iglesia de San Salvador in Chora, verdadero relicario donde se guardaba el ícono milagroso de la Panagia Hodigitria, atribuido al apóstol san Lucas. Los mosaicos y pinturas de esta iglesia constituyen uno de los más egregios testimonios del arte bizantino, por la solidez conceptual de su programa iconográfico, su fino acabado artístico y la exposición clara de las tendencias clásicas del llamado "Renacimiento Paleólogo"; es uno de los más logrados y famosos monumentos de Constantinopla, y una de las galerías de arte más interesantes del mundo.
Finalmente, los turcos otomanos pusieron sitio en el siglo XV a la Capital, una cabeza sin cuerpo, pero que resistió heroicamente al invasor, aun a sabiendas de que, dada su inferioridad numérica, la victoria era imposible. El último emperador, Constatino XI (1449-1453) murió combatiendo contra el infiel en los muros de Constantinopla, sin haber claudicado. El 29 de mayo de 1453 se cerraba un capítulo de la Historia. Después de ser sometidas las murallas de la ciudad a un incesante cañoneo que duró un largo mes, ella cedió ante el enemigo. Constantino Paleólogo, último emperador y héroe nacional griego, antes de morir había arengado así a sus tropas: "(Los turcos) se apoyan en las armas, la caballería, la infantería y el número, mientras nosotros nos entregamos al Señor, Dios y salvador nuestro, y después a nuestras manos y nuestras fuerzas con que nos ha gratificado el poder divino. Os ruego y suplico hagáis honor y obediencia debida a vuestros jefes, cada uno según su categoría, grado y servicio. Sabed bien que, si observáis sinceramente cuanto os he dicho, yo espero, con ayuda de Dios, evitar el justo castigo que Dios nos envía". Pero ya nada pudo evitar que el sultán Mehmet II entrara a la Capital y, en Santa Sofía, gloria de la ortodoxia, diera gracias a Alá por la victoria.
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